miércoles, 7 de octubre de 2009

Después de cada batalla

Es noche de sábado. Se mezclan las edades, se emborrachan las eras. Como siempre, es época de guerra.

Las tropas se envuelven en disfraces que brillan en lo oscuro. Intentan cegar al enemigo, camuflar la realidad. Los espejos pronostican el resultado de las próximas batallas. Por las veredas comienzan a escucharse desfiles militares; el eco de las botas rebota en las paredes y las risas van marcando el paso. Los bares se vuelven coliseos donde los gladiadores exhiben sus espaldas de mármol, y las guerreras se pasean mostrando los rincones de sus armaduras de piel.

Mientras tanto, las mesas acunan las gestas que van naciendo...



En la barra, un caballero empuña el humo con los dedos. Su espada yace a sus pies hecha cenizas. su lado, un samurai y su katana parecen fuera de lugar. Apoyado en una columna, un gladiador siente la impaciencia de su hacha. Una corriente de sangre se desliza por ella. El mango recuerda el sabor del último tajo en la última contienda.Una doncella los mira mientras revuelve un brebaje colorido con una sombrillita; con su boca húmeda pinta un círculo de rouge en una servilleta, saca una lapicera y sobre la mancha dibuja números y letras. Bajo su hechizo, la servilleta se transforma en paloma, y emprende el vuelo hecha un bollo hasta posarse en el regazo del imitador del rey Arturo. Él reacciona de inmediato y se acerca despacio, con el sigilo propio del cazador.

La doncella y el caballero profieren frases de papel; se desafían mutuamente a luchar por el honor, a convertirse en paladines de sus propios paladares. Cierran un pacto tácito: se escapan juntos del tablero de estrategia y se van a sembrar su propio campo de batalla.

Los recibe un castillo con luces de neón, con sus murallas talladas en la piedra fundamental de la ciudad.

No piden una típica palestra: Sobre una liza cuadrada descansa una alfombra de león. Una chimenea, que los espera con la boca abierta, vomita sus llamas apenas abren la puerta.

Comienzan a jugar un juego mudo pero ella hace trampa con su risa. Él intenta hacer justicia y con un beso la devuelve al silencio. Los diez caballeros de sus manos salen a cabalgar por las montañas de la doncella, en busca del triángulo misterioso donde habita el fuego. Ella empieza a cortarle redondeles en el cuello con el filo de su lengua. La alfombra ruge de calor y deciden dejar sus disfraces y armaduras en la orilla. Se forma un solo trapo que se retuerce de excitación al verlos desnudos.

Desaparecen la doncella y el guerrero, se van de la edad media, llegan a la prehistoria; solo queda de ellos el animal primigenio, la bestia. Ella se resiste pero el macho, más fuerte por naturaleza, atraviesa sus defensas aniquilando del todo al pudor moribundo. Con su instinto hecho madera, él la pasea por el tiempo, en un vaivén que se repite una y otra vez.

Las formas se desdibujan en una mezcla de piel, sudor y saliva. Se escucha un grito de guerra que llega de Esparta, y con los ojos cerrados los cuerpos sin nombre perciben la luz de la gloria.

Las brasas se esfuerzan en chispas para festejar con ellos esa navidad. Viven un momento blanco, atemporal.


La respiración vuelve a su valor normal. Los ojos se abren y en las pupilas se filtra el miedo. Están desnudos, expuestos como un plato de carne en la bandeja de un mozo.

El peso de la intimidad intenta asfixiarlos con sogas de pensamientos. La chimenea se apaga y el león de la alfombra se duerme convertido en piedra.

En silencio, se ponen nuevamente los disfraces. El tiene hambre, piensa en una pizza. Ella se suena la nariz.

Antes de salir cada uno se mira en el espejo del baño y duda, si participará o no, en las próximas guerras.





lunes, 5 de octubre de 2009

Irse...

La puerta. El cuadradito de adelante. Las baldosas de granito. Mis Kickers azules. Las medias tres cuartos. La vereda. El contorno de cientos de rayuelas. El árbol y la sombra de los chicos colgando como monos. Los cables de luz. El cielo. Las bolsas de basura rotas por los gatos. Algo de mugre que vuela con el viento. El asfalto. Fútbol de nenas contra varones. Un torino marrón pintado de blanco: Siempre estuvo ahí. Los que llegan en remis dicen: ahí, adelante del torino.

La esquina. El sauce llorón que se fue un día y el pino que cuida un nido de calandrias. El cartel. La placita. La pared manchada que supo tener montañas y castillos pintados por todos los vecinos. El sube y baja. El tobogán. La virgencita que huyó cuando el gauchito gil le robó su altar. El piso de conchilla. Mis Topper azules. Se empieza a hacer tarde. La vereda. El olor de la curtiembre a la mañana. La sodería. El dueño que andaba con la de enfrente. El escándalo y el chusmerío. La reja. El pastor alemán, ese mismo que mató a Felipe el perrito de mamá. La vereda. El asfalto. Un auto cada media hora. Cruzar. El almacén de Machuca. Lo de la Ofelia. Veredas con baldosas de rayitas. Casas bajas. Portones y maceteros con flores. El Poroto sentado en su banquito y la vejez. La fábrica de resortes. El asfalto. La boca calle llena de agua. Un auto cada media hora. Saltar y cruzar. Se hace tarde. Pasos apurados. Mis zapatos de taco bajo. El asfalto. Los medidores de gas. El taller. Autos en la puerta con problemas eléctricos. Casas bajas. Veredas rotas. El surco hecho de tantas caminatas para ver de lejos a Mariano, a sus rulos rubios, a sus ojos celestes.

Hay que apurarse. El portón verde del taller. Un auto con el capot abierto y la cabeza pelada de Mariano que sobresale; y su panza, que también sobresale. Los postes de luz. La casa de los gatos. Un hombre retardado que solo transcurre. Las palabras in entendibles del hombre retardado. Olor a azares. La carpintería. El aserrín que corre por el piso y el arte del piropo grosero a disposición de los muchachos. La avenida Belgrano. Muchos más autos cada media hora. Doblar la esquina. El Barilari Club Social y Deportivo. Los bailes de carnaval. Guerras de espumita del Rey Momo. Los quince. El semáforo. La esquina de la inmobiliaria y el primer beso. El temor a que alguien viera; el horror a que contara. La vereda. El asfalto. Cruzar con cuidado. Doblar por Boulevard. Los pasos apurados. Ruido de autos que pasan. Duplex recién construidos. Veredas de baldosas grandes. Pocos árboles. El paseo de compras que sólo tiene dos locales. La casa de Lotería. La tienda. La parrilla con el tanque en la vereda. El humo y el olor a asado. Las veredas rotas. Mis zapatos de taco alto y la ropa de oficina. Apurarse. La casa del plomero. El hijo del plomero. Sus ojos verdes. Su sonrisa. Casi veinte años de desencuentros y un amor perdido entre las no coincidencias del tiempo. Suspirar. Seguir. Pasa el tiempo, se hace tarde. El bar de la esquina. La avenida Mitre y sus bulevares. Cruzar prestando atención. Las medialunas del abuelo. La parada del colectivo. El colectivo que viene. Subir los escalones. Mis zapatos de viaje. Sacar boleto.

El colectivo que se va; yo que un poco me quedo.



El jokey y el tendero

Fueron enemigos desde el primer día. Apenas se conocieron comenzaron las peleas. No parecía haber motivos para que nazca tan repentina enemistad, pero a veces las cosas vienen manejadas desde arriba; el destino dicen algunos, el todo poderoso dicen otros.
Uno era un tendero que en su momento de gloria tuvo una linda tienda de cacharros pero que con el tiempo la perdió; o fueron otros los que se la perdieron, vaya uno a saber. Quizás por eso tenía esa expresión amargada. A veces daba la impresión de querer esbozar una sonrisa pero era una impresión nada más; era serio, hasta un poco triste.
El otro era jockey. Había tenido su propio caballo pero ahora solo le quedaba una camisa a rayas azul y roja y un pañuelo para el cuello. También era chueco, como quien esta muy acostumbrado a cabalgar y se queda en esa posición con las piernas para afuera. Y encima, eso lo hacía todavía más petizo. Comparado con el tendero, que media el doble de alto que él, era casi un enano.
Se podría pensar que la diferencia de tamaño y profesión fue la causa de sus constantes disputas, pero a decir verdad, eso no era motivo suficiente para tanta saña.
Quizás el jockey envidiaba la barba negra y bien pintada del tendero, o quizás el tendero detestaba esa expresión sobradora, típica de los petizos, que siempre tenia la cara del jockey. Igualmente, era difícil justificar que se quisieran matar uno al otro, que lo intentaran tantas veces y con tanta perseverancia.
El tendero, con sus musculosos brazos, solía golpear fuertemente al jockey y este, aunque no podía esquivar los golpes, resistía; parecía hecho de hierro, no muchos hubieran aguantado esas palizas.
El jockey, en venganza, lo pateaba lo mas fuerte que podía, con sus piernas chuecas directo a los tobillos, pero aunque semejantes patadas deberían doler, el tendero no parecía inmutarse.
Muchos meses pasaron en constante lucha por destruirse mutuamente, pero ninguno obtuvo el éxito definitivo.
Un día, sin que se sepa bien porque, quizás por aburrimiento, o quizás porque pensaron que la indiferencia podría hacer mas daño que los golpes, dejaron de pelear y se ignoraron. Lo hicieron de tal forma que cuando una vez el jockey se cayó en la puerta de la escuela, aunque estaba tirado en el piso y los que pasaban lo pateaban y pisaban, el tendero no dijo nada; ni amagó a levantarlo y siguió impasible con su cara amarga. Y el jockey se debió haber resentido tanto que cuando en unas vacaciones, el tendero pasó casi 10 días ahogándose en un vaso de vino, no fue capaz de mover un dedo para ayudarlo o decirle algunas palabras de aliento, nada mas se quedó mirándole la cara deformada por el color del tinto.
Igualmente, el agravio mas significativo fue cuando el jockey, sin querer, apoyó la mano en una pava que silbaba hacía rato de tanto hervir el agua. Ahí el pobre ya no fue tan duro y resistidor. No era de acero como parecía, la mano se le chamuscó y se le derritió, convirtiéndose en un muñón informe. Y el tendero, aún frente a tamaña atrocidad, ni mosqueo. No dio un grito para prevenirlo, ni lo empujó para salvarle la mano; no hizo nada.
Y así estuvieron un tiempo bastante largo. Hasta que un día, quizás porque la justicia divina se fija en todo y no hacer también es un pecado, o porque simplemente tenía que pasar, estaban los dos sentados en el respaldo de un viejo sillón de terciopelo verde, cuando un misterioso movimiento los hizo caer juntos para atrás. Alguien, seguramente el que tendría la misión divina de hacerlos comprender, o no, empujó el sillón dejándolos aplastados contra la pared sin poder moverse. La cabeza del jockey sobre el pecho del tendero, y el muñón a milímetros de la barba. La situación parecía intolerable, desesperante.

Así pasaron algunos años, una eternidad para cualquiera que piense en la incomodidad del contacto con el enemigo, de la cercanía con un muñón informe, o con una barba negra.
Al principio preguntaron por ellos, pero luego fueron olvidados, al parecer había quien los reemplace en esta vida.
Cierto día, debido a algún otro hecho fortuito hubo una nueva sacudida violenta del sillón. Ambos cayeron al piso, finalmente liberados de su tan largo tormento. Se escucharon risas, hubo saltos de alegría y un destello de luz fuerte encegueció a los presentes.
Luego fueron conducidos a un jardín particular, escondido a la vista de los curiosos, donde había muchas flores, hojas y luz del sol. Allí había otros como ellos.
Y en ese jardín oculto, se les clavaron los pies en la tierra, casi hasta los tobillos. Quedaron frente a frente como mirándose. Ya nunca pelearían otra vez, ya nunca se ignorarían, ya nunca serían torturados.

Unos días después, colgada contra una pared, se vería la foto de un hombre y una mujer, con su hijo de aproximadamente catorce años que con una gran sonrisa mostraba unos viejos y maltratados muñecos; al mirarlos con atención, se podía ver que tanto el hombre barbudo como el jockey sonreían. Al parecer, el chico los había perdido mucho tiempo atrás y los había vuelto a encontrar, pero por la edad que tenía era improbable que volviera a jugar con ellos.