El río le inundó la cabeza de peces y de ahogados. Sus ojos de colores lloraron como nunca. El encuentro llegaba a su fin. Quiso esconderse en una tetera de loza, en una perla, en una mandarina. Pero no pudo. Sólo llegó a cubrirse la cabeza con una iglesia. Se arrodilló con los pies en alto dejando su autoestima sin cara y sin violetas.
Apoyada en la mesa intentó desatornillar los remolinos, pero las caras giraban... y las cabezas... y los gatos.
Se iluminaron sus llagas, su boca latió. El deleite quemó los sellos, hirvió en almíbar los labios y las lenguas. Un solo portazo chupó aquel encuentro y con la boca abierta le arrancó los cierres de la piel.
Y así fue, la fiesta de siempre. Las amatistas prendidas de los árboles, las moscas de terciopelo, el hambre amarilla, la sed ultravioleta. Hasta que la sangre desgarró el manto y sus entrañas transpiraron color índigo.