José nunca se preguntó sobre el sentido de la vida. La caída de la bolsa en Tokio o el terrorismo en Medio Oriente no lo preocupaban. Usaba sombrero y poncho. Debajo del poncho llevaba una remera de Nike que decía “Imposible is nothing”. José no sabía nada de ingles, y de castellano apenas podía leer algunas palabras, pero para él tampoco había imposibles, sólo tenía unas pocas necesidades y estaban cubiertas por el valle donde vivía. Si alguna vez pensó en cambiar las zapatillas que lo acompañaban hacía algunos años, no fue porque lo avergonzara el agujero de la punta por donde se veía su dedo ennegrecido, si no porque otro agujero, en el medio de la suela, dejaba entrar piedras cuando caminaba por los cerros.
José no sabía que se llamaba así por el marido de María, pintado en la pared de una iglesia que sus padres visitaron poco antes de su nacimiento, ni que esa visita había sucedido hacía solo treinta y cinco años. Tampoco sabía sobre Jesús, ni sobre el cielo o el infierno. Lo que José sí sabía era hacer queso de cabra, diferenciar una vicuña de una llama y sentir en el aire que se acercaba la época donde florecían los cactus.
Aunque José alcanzaba a ver una lagartija escurrirse a más de veinte metros de distancia, las arrugas que se le amuchaban alrededor de los ojos hacían parecer que siempre esforzaba la vista. El sol del altiplano había ajado su cara, convirtiéndola en una especie de totem, de figura añeja hecha de barro. La gente de la ciudad al verlo, lo habría tomado por un viejo, pero a él no le habría importado. Para José, que nunca tuvo un reloj o un calendario, el tiempo pasaba con el sol que subía y bajaba, con las montañas y sus animales.
Sentado a la sombra, con la espalda apoyada en una pared de barro y piedra, espantó un moscardón que volaba cerca. Esos bichos eran muy molestos, invadían su intimidad solitaria y le dejaban ronchas que picaban por varios días. Lo distraían de la contemplación de los montes y las cabras. Eran los únicos que podían ponerlo de mal humor. Pero no le duraba mucho. Le alcanzaba con mirar la belleza tranquila de un cactus en flor o pensar en los quesos que guardaba en la pieza, para ponerse contento otra vez.
Su rancho era el único techo que había en kilómetros a la redonda; José no conocía el significado de un kilómetro a la redonda. Por eso, cuando pensó que pronto debía ir al pueblo, midió su viaje en cuatro noches heladas y tres días de sol que arderían en la piel. Se puso contento. Su sonrisa dejó ver que le faltaban algunos dientes. Cada dos o tres meses hacía ese viaje para ver a la buena gente del pueblo y cambiar sus quesos por otras cosas. Pensó en los lujos que se daría esta vez: comer algunas empanadas, tomar un poco de vino. Se sintió feliz. La gente decía que José era un hombre extraño. Nadie podía aceptar que nunca se preguntara cual era el sentido de la vida...
José no sabía que se llamaba así por el marido de María, pintado en la pared de una iglesia que sus padres visitaron poco antes de su nacimiento, ni que esa visita había sucedido hacía solo treinta y cinco años. Tampoco sabía sobre Jesús, ni sobre el cielo o el infierno. Lo que José sí sabía era hacer queso de cabra, diferenciar una vicuña de una llama y sentir en el aire que se acercaba la época donde florecían los cactus.
Aunque José alcanzaba a ver una lagartija escurrirse a más de veinte metros de distancia, las arrugas que se le amuchaban alrededor de los ojos hacían parecer que siempre esforzaba la vista. El sol del altiplano había ajado su cara, convirtiéndola en una especie de totem, de figura añeja hecha de barro. La gente de la ciudad al verlo, lo habría tomado por un viejo, pero a él no le habría importado. Para José, que nunca tuvo un reloj o un calendario, el tiempo pasaba con el sol que subía y bajaba, con las montañas y sus animales.
Sentado a la sombra, con la espalda apoyada en una pared de barro y piedra, espantó un moscardón que volaba cerca. Esos bichos eran muy molestos, invadían su intimidad solitaria y le dejaban ronchas que picaban por varios días. Lo distraían de la contemplación de los montes y las cabras. Eran los únicos que podían ponerlo de mal humor. Pero no le duraba mucho. Le alcanzaba con mirar la belleza tranquila de un cactus en flor o pensar en los quesos que guardaba en la pieza, para ponerse contento otra vez.
Su rancho era el único techo que había en kilómetros a la redonda; José no conocía el significado de un kilómetro a la redonda. Por eso, cuando pensó que pronto debía ir al pueblo, midió su viaje en cuatro noches heladas y tres días de sol que arderían en la piel. Se puso contento. Su sonrisa dejó ver que le faltaban algunos dientes. Cada dos o tres meses hacía ese viaje para ver a la buena gente del pueblo y cambiar sus quesos por otras cosas. Pensó en los lujos que se daría esta vez: comer algunas empanadas, tomar un poco de vino. Se sintió feliz. La gente decía que José era un hombre extraño. Nadie podía aceptar que nunca se preguntara cual era el sentido de la vida...