Nunca supimos quien era en realidad, ni porqué misteriosa circunstancia tenía ese olor violeta, fuerte. Mamá, que sabía de aromas, lo llamaba el hombre lavanda, y para nosotros era un mago.
Un mago que salía por las noches a querer agarrarse a trompadas con las estrellas. Desde la terraza lo veíamos parado en la esquina, con los puños cerrados en posición de boxeador antiguo, tirando piñas al aire, puteando al cielo.
Recuerdo con asombrosa claridad un día en que estábamos en la plaza con mi hermano. Nos peleábamos como posesos por una moneda que encontramos tirada en la arena. No lo vimos venir y de repente, el hombre lavanda se asomó desde atrás del tobogán. El olor se nos impregnó en la ropa. Mientras lo mirábamos con la boca abierta, y los mocos colgando por el esfuerzo de la pelea, él se agachó y agarró la moneda. Con cara de profesor de matemáticas nos dijo: éste es un centavo turbulento. Me lo llevo.
Y se fue, haciendo un pasito de baile, con nuestra moneda en la mano.
Con mi hermano lo tomamos como un mensaje de esos que sirven para toda la vida: nunca volvimos a pelear. En cambio, a partir de ese día, nos obsesionamos con el pobre hombre. Empezamos a espiarlo más seguido. Nos escapábamos de casa para escondernos atrás de un árbol y escuchar sus airadas conversaciones con la noche.
De cerca lo oíamos hacer ruidos ridículos, de trompetita de cotillón o de pandereta, y por momentos parecía hablar con alguien. Después se ponía una mano en la oreja, tal vez escuchando una respuesta. Con mi hermano nos tapábamos la boca mutuamente para no reírnos a carcajadas y que el hombre lavanda nos descubra.
También hacía movimientos alocados con las manos, como cazando moscas en el aire. No se porqué pero siempre se levantaba viento; la ropa se le inflaba y en la semi oscuridad se convertía en una masa difusa que se arremolinaba flotando sobre el empedrado.
Cuando el viento se calmaba un poco, él agarraba su botella acolchonada con una bolsa y se iba cuchicheando bajo, con un zigzag borracho, hacia el lado oscuro de la calle.
Ahí nos quedábamos mi hermano y yo, sin coraje para seguirlo y con la pregunta dibujada en nuestras caras: ¿a donde vivía el hombre lavanda?
Hasta que una noche que nuestros viejos habían discutido, la casa se puso violenta y esquiva. Tuvimos mas miedo a volver que a seguir al hombre misterioso en la oscuridad.
Nos escondimos en un zaguán cerca de la esquina. Después de los sonidos, del viento y la botella, el hombre lavanda enfiló para el mismo lado de siempre. Atrás, caminando despacio y sin hacer ruido, fuimos nosotros.
Hicimos dos cuadras viendo su sombra moverse adelante, pero cuando doblamos la esquina ya no estaba. Seguimos el olor a lavanda hasta un local clausurado. En el piso había vidrios rotos, todo estaba revuelto como si fuera la cueva de algún ciclón refugiado. En la vereda vimos la botella, ahora sin la bolsa, que resplandecía como una lamparita con brillos rojos y azules.
Con la autoridad de ser el mayor, la levanté del piso y la destapé: un montón de estrellas golpeadas salieron volando seguidas de cerca por un humo violeta.
Al hombre lavanda no lo vimos nunca más.