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sábado, 13 de noviembre de 2010

Revivir















A punto de asesinar al reflejo de su espejo, prefirió renunciar y presentársele a la muerte dignamente.

Cantando el himno a la alegría se desvistió, hizo un bollo con su sotana de juez ignorante y arriba acomodó sus valores morales. Guardó todo con cuidado en una valija de viaje y dando un saltito de fe la revoleó por la ventana. Se sacó de los bolsillos los defectos y las virtudes. Los estrelló contra las paredes y barrió los restos hasta que no quedó la más mínima partícula de ego.
De un portazo clausuró los laberintos de su mente. Agarró a patadas los tableros, los esquemas y sobre todo, los relojes. Se clavó en el pecho una bandera blanca y tiró todas las toallas. En la pileta de la cocina ahogó uno a uno los mandatos familiares. Y después de haber descuartizado a sus obligaciones sociales, corrió hasta el ministerio más cercano y se declaró en huelga de pensamientos. Desnutrido de deseos, rechazó los sacramentos y dejó de caminar entre el cielo y el infierno.
En medio del velorio de la imagen de si mismo, le sacó los ojos a la mirada de los otros y salió a reventarlos contra los portones de las escuelas y los campanarios de las iglesias. Con los restos de lazos y ataduras tiró abajo a los ídolos y sus pedestales, desoyó sus concejos y les rompió las promesas.
Recostado a la sombra de algún antro, claudicó a los viejos buenos hábitos. Dejó los usos, renunció a las costumbres. Sin siquiera un remordimiento del tamaño de una moneda, deshonró a la jurisprudencia y a las anécdotas.
Y cuando sólo le quedó nada, cuando fue un completo nadie, se abrazó con la muerte y respiró

martes, 9 de noviembre de 2010

Fuego olímpico

Jhon corría llevando la antorcha en su mano derecha. Las luces del estadio repleto lo enfocaban directamente. La pantalla gigante lo reproducía hasta el más mínimo detalle. Él se sintió importante una vez más, le había pasado varias veces pero ésta no era menor. Era el primer portador de la antorcha olímpica de los juegos de ese año. Sintió la oleada de aplausos, las ovaciones. Sonrió al recordar a su padre que lo alentaba a superarse cuando era chico y sacaba malas calificaciones en gimnasia.
El padre lo miraba a través del televisor. Le hubiera gustado estar presente en la ceremonia pero el viaje era demasiado caro hasta esa ciudad al otro lado del mundo. No pudo evitar que se le escaparan un par de lágrimas de orgullo. Se estaba poniendo viejo; viejo y sentimental. Cuando terminó de sonarse la nariz, la antorcha ya estaba en manos de Chong.
Chong corrió con paso firme, moviendo los músculos exactos. Se concentró en aislar el ruido del exterior como le habían enseñado. En ese momento sólo existían ella y la antorcha, eran uno. No sintió el viento frío que soplaba de frente, ni se percató de los flashes de los fotógrafos.
Entre los fotógrafos estaba Pierre. Realizaba cálculos para captar las tomas correctas. Calculaba velocidad de obturación versus apertura del diafragma. Medía luces y sombras. Sus dedos se deslizaban por la cámara digital con una agilidad increíble. Las imágenes se iban dibujando en sus retinas sucesivamente mientras giraba el objetivo de casi dos kilos de peso, siguiendo a la llama. En la foto número trescientos veintitrés ya aparecía el tercer portador.
El tercer portador era José y caminaba en vez de correr. Había llegado tarde y no había podido hacer sus ejercicios de relajación, esos que hacía cuando tenía por delante una tarea que lo ponía nervioso. Y ese día se le había cruzado por la cabeza que la antorcha se iba a apagar cuando él la llevara. Pensó que si no corría habría menos viento y la ceremonia continuaría sin inconvenientes.
No pensaba así Ivan, el coordinador general del evento. La demora que generaba que uno de los portadores fuera caminando no estaba prevista. Todo, hasta los fuegos artificiales, estaban cronometrados al segundo. Con impaciencia siguió dando órdenes por handy hasta que, mientras golpeaba su reloj con el dedo, vio cómo la antorcha era entregada a Emma.
Emma recibió la antorcha y se irguió en una postura desafiante. Tenía plena conciencia de que el mundo la estaba observando. Ella no podía defraudarlos, nunca lo había hecho. Mientras corría observó su primer plano en la pantalla gigante. Sonrió. Sus dientes perfectos resplandecieron. Su piel perfecta hacía juego con el equipo de gimnasia perfecto que había elegido para la ocasión. Pensó en el público que la ovacionaba y saludó con la mano libre. Sintió que todos la amaban.
Pero Ahmed, sentado en la fila treinta y dos de la platea central del estadio, no la amaba. Ni siquiera llegó a verla porque cuando ella tomó la antorcha, la hamburguesa que él estaba comiendo, resbaló sobre su túnica y le dejó una mancha roja dibujada en el pecho. Cuando terminó de gritar su odio, y de desparramar aún mas el ketchup con una servilleta, Ahmed levantó la cabeza pero la antorcha ya estaba en manos de David.
David corrió con paso calmo pero constante. Miró el mango de la antorcha y pensó que hubieras sido mejor si estuviera hecho de madera; pensó que cada vez menos cosas se hacían de madera. Cuando llegó a la escalinata empezó a contar los escalones mientras subía. Se sintió tranquilo. Escuchó la música de la gran orquesta que se aceleraba hacia la culminación. Pensó en tomar clases de violín. Estiró el brazo con el que sostenía la antorcha. La llama hizo contacto con el gran espiral metálico que reposaba en la oscuridad. La imagen del fuego ocupó toda la pantalla del estadio.
El fuego corrió por la estructura absorbiendo gran cantidad de oxígeno a su paso, se sacudió con el viento, desbordó levemente por los costados y entre chispas volvió a su lugar. La orquesta llegó al punto máximo de su capacidad. La multitud del estadio aplaudió con fervor. En sus casas, los telespectadores festejaron. Los juegos olímpicos se declararon abiertos. El fuego no pensó en nada.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Viajero

Ese día, como tantos otros, no sabía dónde buscar, así que se subió al primer colectivo que pasaba. Se paró frente a la máquina con cara de desilusión. El chofer pareció compadecerse y le marcó el boleto más barato. Él no lo contradijo.
Distraídamente metió la mano en un bolsillo y vació el contenido en la máquina. Entre las monedas se fueron dos pelusas y un botón. El boleto tardó en salir. Cuando lo hizo, el papel estaba doblado en forma de barquito. Él esperó hasta sentarse en un asiento del fondo para desdoblarlo. En el medio de la hoja, coronada por una equis dibujada con crayón, se leía la frase: Usted se encuentra aquí y ahora. Terminó de leer y levantó la vista. Se prendieron todas las luces del colectivo. Alguien gritó ¡PARADA! y todo se detuvo.
Y fue en ese momento cuando se dio cuenta que tantos boletos, tantos pasajes de avión, tantos kilómetros recorridos, sólo lo habían llevado a estar en ese lugar y en ese momento.
Miró por la ventanilla y entre las multitudes, los carteles y los puestos de diarios, vio algo que brillaba. Era una señal, o no. Con la seguridad que le daba saber su lugar en el mundo, tocó el timbre y a la vuelta de una esquina se bajó.




martes, 21 de septiembre de 2010

¿Ensueño?


En la orilla habitan los monstruos. Reptan, babean, rasguñan el suelo. Amorfos, mezcla de espantos incrustados en latas de conserva, en verduras pútridas. Fragmentos incoherentes de días del pasado y del porvenir. Fueron creados para generar el miedo, el terror que impide el paso, que guarda las aguas. Nadie debe cruzar más allá. Nadie puede ver el mecanismo siniestro, la lucha constante que transcurre en lo profundo, en el limbo caótico donde moran todos los pensamientos, todos los deseos, todos los recuerdos, ahí donde se alzan las torres de piedra. Estructuras inconstantes, parásitas una de la otra. Enfrentadas por el correr del tiempo. Opuestos nacidos de una misma sustancia.
La más cercana a la orilla es la torre que arde, se excita. Donde los deseos más oscuros se asoman desnudos por las ventanas. Algunos pensamientos puros, encandilados por el fuego y el calor, son atraídos hacia ella. Se cuelan por las paredes de atrás cargando la mochila de su culpa. Saltan las vayas de la moral o simplemente entran por la puerta que les abren los de adentro. Los que le rinden culto a los placeres carnales, los que se arrojan al fuego mientras entonan canciones obscenas y aúllan orgasmos.
Las escaleras de la torre son amplias, fáciles, pero la puerta de entrada es sólo un agujero profundo. Un recuerdo peregrino, llevando su bolsa de melancolía, se dispone a entrar. Se le aparecen un santo y un pecaminoso. Le exponen sus razones, pero es el recuerdo de un acto prohibido y sigue su camino dispuesto a arder.
Junto a la torre emergen vapores que inundan el cielo. Alguien quiso controlarlos y construyo paredes a su alrededor, pero cuando el aire viciado llega a la superficie no hace más que explotar. Forma el hongo de la bomba, el árbol de la ciclotimia y de la bipolaridad. Se clava en el cielo ensuciando las nubes con gritos y quejas. Un cielo donde dios nunca se asoma, un cielo sin pájaros.
Por tierra, una gran montaña separa las torres. Es la jueza que siempre se muestra imparcial. En la cumbre exhibe razones punzantes, pero a sus pies, la ira y la calma luchan mano a mano por la supervivencia. Aunque aspira a controlar todo el continente, la jueza no sabe de torres ni de guerra, sólo genera pensamientos encontrados que no saben a donde pertenecen.
Por el río etéreo que fluye hacia las costas, en un barco rancio y achacoso, los recuerdos de la infancia huyen del fuego hacia un lugar seguro. Van guiados por la vergüenza y buscan preservarse de la corrupción. En otra barca, encadenadas entre sí, viajan las dudas que chocaron contra el orden y las ideas sediciosas. Quizás nadie vuelva a verlas. Serán confinadas a la torre oscura. La torre donde yacen los recuerdos olvidados, donde se pudren, en habitaciones cuadradas y mohosas, los sueños destinados al fracaso. A su alrededor hay una aldea. Las ventanas son tan mínimas que no dejan ver los secretos atrapados en las casas de cemento. Por los callejones, el silencio camina sin el ruido de los pasos y los susurros se filtran por las cerraduras de las puertas.
Al otro lado, en otra orilla, una mujer duerme entre nubes de piedra. Ajena a todo. Los monstruos la asustan y con eso alcanza. No sabe de torres, ni de montañas. No reconoce ni a su propio yo recostado a su lado. Ni siquiera ve los rayos de luz que se filtran por la arcada que da al exterior…


viernes, 2 de abril de 2010

Señorita, no divague

¿Cómo no? ¿Cómo no? Si no queda más que andar divagando para encausarse en la vida. Si ha llegado la materia a límites tan insospechados, que si no se le hace frente a fuerza de ideas nos tapa los poros y nos mata. No vio ya que los señaladores dicen que el miedo no es más que todas las mentiras que inventamos para ahuyentar los sueños y así no pensar siquiera en realizarlos.
No señor, no puedo dejar de divagar. Imaginar se ha vuelto imprescindible para revestir esta realidad relativa. Así, los tomates me han dado más de una alegría, ni hablar de las nubes y de los saltamontes. Es más, si usted fuera capaz de ver lo que yo veo, andaría divagando a los cuatro vientos, en las cuatro esquinas.
Creo que es hora de que se percate de que las mariposas vuelan escribiendo nombres propios; que las gotas que caen de los aires acondicionados apuntan a propósito a la frente o al escote. Usted, que se asombra ante la tecnología digital y la robótica, y yo le digo que una hormiga no entra ni en mil quinientos giga bites por mas que intente. Mírela si no, tan autoprogramada, tan sin batería recargable. Y ni me hable de los rascacielos de Dubai, que si a la tierra se le place sacudirse las pulgas no queda ni una ventana en su lugar.
Hágame el favor, déje de andar imponiendo su palabrería legal, que cualquier día de estos los códigos lo van a agarrar a cachetazos y las leyes lo van a señalar con el dedo, y ahí lo quiero ver. Va a quedar mirando las manchas de la pared y viendo monstruos; tomando la pastillita de la paz para poder apagar las sombras de su pieza. Mejor empiece a divagar desde ahora, que a lo sumo del cajón de la mesa de luz le saltará un gnomo, o un enano, pero nunca un revólver con una bala tatuada con su nombre.




domingo, 20 de diciembre de 2009

El torfeíno


Cuando venga el torfeino agarrensé. Su llegada está escrita en las estrellas, en los sueños, en las puertas de los baños. Cuando venga no vamos a saber qué es arriba y que es abajo. Ya van a ver, el caos nos reptará entre las piernas.

De repente los semáforos se pondrán bizcos y las calles cambiarán de dirección. Los árboles saldrán a perseguir las ruedas de los camiones y los perros enterraran la cola y se quedaran tiesos. No estoy inventando; no. El torfeino viene, y pronto.

Un día de estos vamos a ver como se nos cae la piel y crece el pasto. Los pájaros anidarán en nuestras cabezas y pondrán huevos con gusto a banana; y las bananas harán huelga de hambre.

No se podrá dormir; no tendremos ojos que cerrar ni boca con qué bostezar. Soñaremos despiertos con almohadas de espuma y sábanas sensuales.

Nos crecerá un bonete en cada oreja y un chorizo colorado en la nariz. No habrá más gente linda; seremos todos feos, del primero al último, y nos reiremos a carcajadas moviendo las axilas.

Y lo más importante, lo más contagioso, es que el corazón de cada uno latirá al unísono con los demás corazones y se escuchará por la calles como un gran tambor. Y mientras el torfeino se mezcla con el aire, el latido se irá acelerando hasta convertirse en una chacarera, porque cada cual se enamorará perdidamente del vecino y saldremos todos juntos tomar el té a la luz de una veleta.

El torfeino está cerca, se los garantizo, agárrense fuerte o átense al piso.