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jueves, 4 de noviembre de 2010

Destello

Galaxias, vacío y humo. La inmensa quietud en eterno movimiento. A lo lejos un punto, casi nada, un sol perdido. Alrededor esferas, órbitas y un centro caliente. Un globo y otro y otro. Planeta Tierra. Tierra envuelta de atmósfera. Laberintos de aire. Nidos de tormentas bordadas de relámpagos. Atmósfera sentada sobre placas de un rompecabezas. Placas de bordes coronados con dientes de piedra, de picos y valles, de bordes careados de agujeros profundos, hacia abajo, hacia el centro: Magma. Convulsiones, vómitos de roca, nubes de esquirlas. Oscuros jugos derramados. La tierra vestida de rojo. De rojo lento como un gusano. Como una oruga de fuego revolcada sobre la tierra vestida de verde. Tierra cubierta por manadas de árboles, con melenas de hojas. Estoicos árboles clavados al suelo, arrodillados en las veredas de los ríos. Toboganes líquidos acostados sobre las montañas. Cintas marrones, reptantes, frenéticas, mansas. Viajeras hacia lugares distantes, hacia la gran tierra vestida de azul. Litros y litros de salado azul. Azul dominado por los poderes de la luna. Mareas, altas y bajas. Bamboleantes mareas envueltas en corrientes giratorias. Rápidas, cálidas, gélidas. Chorros de azules subterráneos. Brotes de olas en la superficie. Fuentes de espuma sobre las orillas del norte y del sur. Olas de azul sobre la tierra fría, sobre la tierra vestida de blanco. Blanco brillante bajo el aire. Bajo la atmósfera. Bajo la luna. Blanco en los bordes de un globo entre globos. En órbitas al Sol. Un destello blanco entre galaxias, entre el vacío y el humo. Un destello blanco perdido en un cielo repleto de luciérnagas.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Vaivén


Se siente sobre rieles, moviéndose en el túnel. Y en él un hombre con turbante que no ve los asientos enfrentados, ni las manos que se agarran. Justo a tiempo todo se detiene. Por las puertas que se abren y se cierran bajan zapatos en punta, suben botas. La voz en el aire canta distintas estaciones. El vaivén vuelve. La mujer gorda de naranja observa la ventana, negra, como el túnel. La cabeza con mil trenzas a un metro de un chino que esta al lado un judío que lo ignora que sonríe con su kipá bien apretada bajo la mirada de unos ojos que resaltan, fluorescentes, desde un fondo marrón casi azulado. Y se ríe. Y los dientes encandilan a una madre que se asoma desde un velo, violeta, resignada. Ve bolsas de supermercado, celulares. Su hijo ve rodillas que se mecen sobre un suelo de goma y levanta la cabeza y me mira y el vaivén entrelaza las miradas en el aire, unifica, mezcla los colores, mezcla el tedio. Y los funde con la ropa, con el sueño, con la piel. Y en un solo un vagón se mezcla el mundo y es el mundo el que se mezcla, en un vaivén, en las profundidades de París.

sábado, 30 de octubre de 2010

Florecer


José nunca se preguntó sobre el sentido de la vida. La caída de la bolsa en Tokio o el terrorismo en Medio Oriente no lo preocupaban. Usaba sombrero y poncho. Debajo del poncho llevaba una remera de Nike que decía “Imposible is nothing”. José no sabía nada de ingles, y de castellano apenas podía leer algunas palabras, pero para él tampoco había imposibles, sólo tenía unas pocas necesidades y estaban cubiertas por el valle donde vivía. Si alguna vez pensó en cambiar las zapatillas que lo acompañaban hacía algunos años, no fue porque lo avergonzara el agujero de la punta por donde se veía su dedo ennegrecido, si no porque otro agujero, en el medio de la suela, dejaba entrar piedras cuando caminaba por los cerros.
José no sabía que se llamaba así por el marido de María, pintado en la pared de una iglesia que sus padres visitaron poco antes de su nacimiento, ni que esa visita había sucedido hacía solo treinta y cinco años. Tampoco sabía sobre Jesús, ni sobre el cielo o el infierno. Lo que José sí sabía era hacer queso de cabra, diferenciar una vicuña de una llama y sentir en el aire que se acercaba la época donde florecían los cactus.

Aunque José alcanzaba a ver una lagartija escurrirse a más de veinte metros de distancia, las arrugas que se le amuchaban alrededor de los ojos hacían parecer que siempre esforzaba la vista. El sol del altiplano había ajado su cara, convirtiéndola en una especie de totem, de figura añeja hecha de barro. La gente de la ciudad al verlo, lo habría tomado por un viejo, pero a él no le habría importado. Para José, que nunca tuvo un reloj o un calendario, el tiempo pasaba con el sol que subía y bajaba, con las montañas y sus animales.

Sentado a la sombra, con la espalda apoyada en una pared de barro y piedra, espantó un moscardón que volaba cerca. Esos bichos eran muy molestos, invadían su intimidad solitaria y le dejaban ronchas que picaban por varios días. Lo distraían de la contemplación de los montes y las cabras. Eran los únicos que podían ponerlo de mal humor. Pero no le duraba mucho. Le alcanzaba con mirar la belleza tranquila de un cactus en flor o pensar en los quesos que guardaba en la pieza, para ponerse contento otra vez.

Su rancho era el único techo que había en kilómetros a la redonda; José no conocía el significado de un kilómetro a la redonda. Por eso, cuando pensó que pronto debía ir al pueblo, midió su viaje en cuatro noches heladas y tres días de sol que arderían en la piel. Se puso contento. Su sonrisa dejó ver que le faltaban algunos dientes.
Cada dos o tres meses hacía ese viaje para ver a la buena gente del pueblo y cambiar sus quesos por otras cosas. Pensó en los lujos que se daría esta vez: comer algunas empanadas, tomar un poco de vino. Se sintió feliz. La gente decía que José era un hombre extraño. Nadie podía aceptar que nunca se preguntara cual era el sentido de la vida...

viernes, 29 de octubre de 2010

Regalo de los dioses

Sucia, enterrecida. Tierna en su ignorancia. Amorfa y solemne.
Nacida en la oscuridad, enceguecida por la luz y transportada. Su espíritu no perece con su muerte. Su alma se digiere lenta, pesada.
Su interior crema exuda agua. Su cuerpo huele a lo sutil y cotidiano; sabe a ella misma, a ninguna otra.
Vestida de tierra, de piel, de papel aluminio. Florecida, pelada, pasada, podrida. Tan común y sin embargo tan ecléctica y polifacética. Sólida y leve, fuerte y esponjosa. Servida simple, sosa o ensalsada. Cortada en pedazos, entera o aplastada. Hervida, frita, quemada en la hoguera y renacida.
Universal, no distingue razas ni credos, no milita ni profesa. Querida por los ricos, amada por los pobres. Famosa y humilde; socialista y gourmet. Compañera de todo, enemiga de nada.
Creada por los dioses. Perfecta.


jueves, 2 de septiembre de 2010

Monstruos con boleto

Se deslizan como anguilas, empujan, aprietan y se contorsionan. Absorbiendo el espacio vital de otros, crean un lugar que antes no existía. Los demás los miran con asombro, desconcertados ante tal falta de respeto.

Quizás necesitan cariño, contacto físico, por eso buscan meterse bajo los sobacos de otra gente. Quizás no encuentran su lugar en el mundo o tienen una errónea percepción del tiempo y del espacio

Los otros piensan en la impunidad. Y mientras, se van acostumbrando a la idea de compartir un trozo de vida con estos especímenes, que se quedaran sólo hasta ver una nueva luz, un nuevo resquicio, para adentrarse a los codazos, a joder a otros, más atrás.

ámbito de influencia

jueves, 8 de julio de 2010

Efímeras

Las burbujas no se ocupan de exteriores. Viven al día sin pagar la cuenta. Acechan las esquinas de vueltas inesperadas o anidan en los huecos de las agendas.
Las burbujas no pronuncian verbos en pasado, no consideran las probabilidades. No deshojan margaritas, ni prometen, ni sueñan. Se les da por pasearse a cualquier hora por las vidas de los desengañados. Dibujan historias en las paredes de los presos, deslumbran ciegos, reviven muertos. Bordan memorias en los aeropuertos mientras huyen sin dejar su paradero. Y se van escupiendo lagrimones. Y su estela enhebra dudas en el aire. Ese que respiran los que pierden las apuestas, los que creen que un destello puede durar más que una vida de mariposa.
Yo las extraño como a los cuentos de la infancia, pero dudo de sus recuerdos cada vez que parpadeo. Será que las encuentro siempre lejos. O que ellas me encuentran, traicioneras, para inmolarse contra el viento apenas dejo de mirarlas.

lunes, 5 de octubre de 2009

Irse...

La puerta. El cuadradito de adelante. Las baldosas de granito. Mis Kickers azules. Las medias tres cuartos. La vereda. El contorno de cientos de rayuelas. El árbol y la sombra de los chicos colgando como monos. Los cables de luz. El cielo. Las bolsas de basura rotas por los gatos. Algo de mugre que vuela con el viento. El asfalto. Fútbol de nenas contra varones. Un torino marrón pintado de blanco: Siempre estuvo ahí. Los que llegan en remis dicen: ahí, adelante del torino.

La esquina. El sauce llorón que se fue un día y el pino que cuida un nido de calandrias. El cartel. La placita. La pared manchada que supo tener montañas y castillos pintados por todos los vecinos. El sube y baja. El tobogán. La virgencita que huyó cuando el gauchito gil le robó su altar. El piso de conchilla. Mis Topper azules. Se empieza a hacer tarde. La vereda. El olor de la curtiembre a la mañana. La sodería. El dueño que andaba con la de enfrente. El escándalo y el chusmerío. La reja. El pastor alemán, ese mismo que mató a Felipe el perrito de mamá. La vereda. El asfalto. Un auto cada media hora. Cruzar. El almacén de Machuca. Lo de la Ofelia. Veredas con baldosas de rayitas. Casas bajas. Portones y maceteros con flores. El Poroto sentado en su banquito y la vejez. La fábrica de resortes. El asfalto. La boca calle llena de agua. Un auto cada media hora. Saltar y cruzar. Se hace tarde. Pasos apurados. Mis zapatos de taco bajo. El asfalto. Los medidores de gas. El taller. Autos en la puerta con problemas eléctricos. Casas bajas. Veredas rotas. El surco hecho de tantas caminatas para ver de lejos a Mariano, a sus rulos rubios, a sus ojos celestes.

Hay que apurarse. El portón verde del taller. Un auto con el capot abierto y la cabeza pelada de Mariano que sobresale; y su panza, que también sobresale. Los postes de luz. La casa de los gatos. Un hombre retardado que solo transcurre. Las palabras in entendibles del hombre retardado. Olor a azares. La carpintería. El aserrín que corre por el piso y el arte del piropo grosero a disposición de los muchachos. La avenida Belgrano. Muchos más autos cada media hora. Doblar la esquina. El Barilari Club Social y Deportivo. Los bailes de carnaval. Guerras de espumita del Rey Momo. Los quince. El semáforo. La esquina de la inmobiliaria y el primer beso. El temor a que alguien viera; el horror a que contara. La vereda. El asfalto. Cruzar con cuidado. Doblar por Boulevard. Los pasos apurados. Ruido de autos que pasan. Duplex recién construidos. Veredas de baldosas grandes. Pocos árboles. El paseo de compras que sólo tiene dos locales. La casa de Lotería. La tienda. La parrilla con el tanque en la vereda. El humo y el olor a asado. Las veredas rotas. Mis zapatos de taco alto y la ropa de oficina. Apurarse. La casa del plomero. El hijo del plomero. Sus ojos verdes. Su sonrisa. Casi veinte años de desencuentros y un amor perdido entre las no coincidencias del tiempo. Suspirar. Seguir. Pasa el tiempo, se hace tarde. El bar de la esquina. La avenida Mitre y sus bulevares. Cruzar prestando atención. Las medialunas del abuelo. La parada del colectivo. El colectivo que viene. Subir los escalones. Mis zapatos de viaje. Sacar boleto.

El colectivo que se va; yo que un poco me quedo.