domingo, 20 de diciembre de 2009

El torfeíno


Cuando venga el torfeino agarrensé. Su llegada está escrita en las estrellas, en los sueños, en las puertas de los baños. Cuando venga no vamos a saber qué es arriba y que es abajo. Ya van a ver, el caos nos reptará entre las piernas.

De repente los semáforos se pondrán bizcos y las calles cambiarán de dirección. Los árboles saldrán a perseguir las ruedas de los camiones y los perros enterraran la cola y se quedaran tiesos. No estoy inventando; no. El torfeino viene, y pronto.

Un día de estos vamos a ver como se nos cae la piel y crece el pasto. Los pájaros anidarán en nuestras cabezas y pondrán huevos con gusto a banana; y las bananas harán huelga de hambre.

No se podrá dormir; no tendremos ojos que cerrar ni boca con qué bostezar. Soñaremos despiertos con almohadas de espuma y sábanas sensuales.

Nos crecerá un bonete en cada oreja y un chorizo colorado en la nariz. No habrá más gente linda; seremos todos feos, del primero al último, y nos reiremos a carcajadas moviendo las axilas.

Y lo más importante, lo más contagioso, es que el corazón de cada uno latirá al unísono con los demás corazones y se escuchará por la calles como un gran tambor. Y mientras el torfeino se mezcla con el aire, el latido se irá acelerando hasta convertirse en una chacarera, porque cada cual se enamorará perdidamente del vecino y saldremos todos juntos tomar el té a la luz de una veleta.

El torfeino está cerca, se los garantizo, agárrense fuerte o átense al piso.


sábado, 5 de diciembre de 2009

Milagro en la noche

Un loro se posó sobre un parquímetro y habló. Primero dijo algo sobre la papa, después disertó sobre la virtud de la madre de alguien. Con sus patitas recorrió el parquímetro de una punta a la otra. Era de noche. Aunque en la calle sólo había un cartonero con su carro y un perro vagabundo, los árboles y los tachos de basura parecían estar atentos, escuchando.
El loro se aclaró la garganta y con vos gruesa recitó uno de los mejores discursos de Perón. Habló de un pueblo que marcha, del olvido y la hermandad. Pidió que todos volvieran al trabajo y por último se otorgó un descanso.

El cartonero pensó que era una radio prendida en alguna casa. Los de alguna casa pensaron que era el estéreo de algún auto. Los autos pasaron demasiado rápido. El perro se rascó.

El eco de Perón se acurrucó en los rincones hasta diluirse de nuevo en el aire.

Tres hojas secas y una bolsa de polietileno pasaron volando con el viento. Todos los relojes contaron diez minutos.

El loro parpadeó, picoteó un poco el borde del parquímetro y salió volando.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Después de cada batalla

Es noche de sábado. Se mezclan las edades, se emborrachan las eras. Como siempre, es época de guerra.

Las tropas se envuelven en disfraces que brillan en lo oscuro. Intentan cegar al enemigo, camuflar la realidad. Los espejos pronostican el resultado de las próximas batallas. Por las veredas comienzan a escucharse desfiles militares; el eco de las botas rebota en las paredes y las risas van marcando el paso. Los bares se vuelven coliseos donde los gladiadores exhiben sus espaldas de mármol, y las guerreras se pasean mostrando los rincones de sus armaduras de piel.

Mientras tanto, las mesas acunan las gestas que van naciendo...



En la barra, un caballero empuña el humo con los dedos. Su espada yace a sus pies hecha cenizas. su lado, un samurai y su katana parecen fuera de lugar. Apoyado en una columna, un gladiador siente la impaciencia de su hacha. Una corriente de sangre se desliza por ella. El mango recuerda el sabor del último tajo en la última contienda.Una doncella los mira mientras revuelve un brebaje colorido con una sombrillita; con su boca húmeda pinta un círculo de rouge en una servilleta, saca una lapicera y sobre la mancha dibuja números y letras. Bajo su hechizo, la servilleta se transforma en paloma, y emprende el vuelo hecha un bollo hasta posarse en el regazo del imitador del rey Arturo. Él reacciona de inmediato y se acerca despacio, con el sigilo propio del cazador.

La doncella y el caballero profieren frases de papel; se desafían mutuamente a luchar por el honor, a convertirse en paladines de sus propios paladares. Cierran un pacto tácito: se escapan juntos del tablero de estrategia y se van a sembrar su propio campo de batalla.

Los recibe un castillo con luces de neón, con sus murallas talladas en la piedra fundamental de la ciudad.

No piden una típica palestra: Sobre una liza cuadrada descansa una alfombra de león. Una chimenea, que los espera con la boca abierta, vomita sus llamas apenas abren la puerta.

Comienzan a jugar un juego mudo pero ella hace trampa con su risa. Él intenta hacer justicia y con un beso la devuelve al silencio. Los diez caballeros de sus manos salen a cabalgar por las montañas de la doncella, en busca del triángulo misterioso donde habita el fuego. Ella empieza a cortarle redondeles en el cuello con el filo de su lengua. La alfombra ruge de calor y deciden dejar sus disfraces y armaduras en la orilla. Se forma un solo trapo que se retuerce de excitación al verlos desnudos.

Desaparecen la doncella y el guerrero, se van de la edad media, llegan a la prehistoria; solo queda de ellos el animal primigenio, la bestia. Ella se resiste pero el macho, más fuerte por naturaleza, atraviesa sus defensas aniquilando del todo al pudor moribundo. Con su instinto hecho madera, él la pasea por el tiempo, en un vaivén que se repite una y otra vez.

Las formas se desdibujan en una mezcla de piel, sudor y saliva. Se escucha un grito de guerra que llega de Esparta, y con los ojos cerrados los cuerpos sin nombre perciben la luz de la gloria.

Las brasas se esfuerzan en chispas para festejar con ellos esa navidad. Viven un momento blanco, atemporal.


La respiración vuelve a su valor normal. Los ojos se abren y en las pupilas se filtra el miedo. Están desnudos, expuestos como un plato de carne en la bandeja de un mozo.

El peso de la intimidad intenta asfixiarlos con sogas de pensamientos. La chimenea se apaga y el león de la alfombra se duerme convertido en piedra.

En silencio, se ponen nuevamente los disfraces. El tiene hambre, piensa en una pizza. Ella se suena la nariz.

Antes de salir cada uno se mira en el espejo del baño y duda, si participará o no, en las próximas guerras.





lunes, 5 de octubre de 2009

Irse...

La puerta. El cuadradito de adelante. Las baldosas de granito. Mis Kickers azules. Las medias tres cuartos. La vereda. El contorno de cientos de rayuelas. El árbol y la sombra de los chicos colgando como monos. Los cables de luz. El cielo. Las bolsas de basura rotas por los gatos. Algo de mugre que vuela con el viento. El asfalto. Fútbol de nenas contra varones. Un torino marrón pintado de blanco: Siempre estuvo ahí. Los que llegan en remis dicen: ahí, adelante del torino.

La esquina. El sauce llorón que se fue un día y el pino que cuida un nido de calandrias. El cartel. La placita. La pared manchada que supo tener montañas y castillos pintados por todos los vecinos. El sube y baja. El tobogán. La virgencita que huyó cuando el gauchito gil le robó su altar. El piso de conchilla. Mis Topper azules. Se empieza a hacer tarde. La vereda. El olor de la curtiembre a la mañana. La sodería. El dueño que andaba con la de enfrente. El escándalo y el chusmerío. La reja. El pastor alemán, ese mismo que mató a Felipe el perrito de mamá. La vereda. El asfalto. Un auto cada media hora. Cruzar. El almacén de Machuca. Lo de la Ofelia. Veredas con baldosas de rayitas. Casas bajas. Portones y maceteros con flores. El Poroto sentado en su banquito y la vejez. La fábrica de resortes. El asfalto. La boca calle llena de agua. Un auto cada media hora. Saltar y cruzar. Se hace tarde. Pasos apurados. Mis zapatos de taco bajo. El asfalto. Los medidores de gas. El taller. Autos en la puerta con problemas eléctricos. Casas bajas. Veredas rotas. El surco hecho de tantas caminatas para ver de lejos a Mariano, a sus rulos rubios, a sus ojos celestes.

Hay que apurarse. El portón verde del taller. Un auto con el capot abierto y la cabeza pelada de Mariano que sobresale; y su panza, que también sobresale. Los postes de luz. La casa de los gatos. Un hombre retardado que solo transcurre. Las palabras in entendibles del hombre retardado. Olor a azares. La carpintería. El aserrín que corre por el piso y el arte del piropo grosero a disposición de los muchachos. La avenida Belgrano. Muchos más autos cada media hora. Doblar la esquina. El Barilari Club Social y Deportivo. Los bailes de carnaval. Guerras de espumita del Rey Momo. Los quince. El semáforo. La esquina de la inmobiliaria y el primer beso. El temor a que alguien viera; el horror a que contara. La vereda. El asfalto. Cruzar con cuidado. Doblar por Boulevard. Los pasos apurados. Ruido de autos que pasan. Duplex recién construidos. Veredas de baldosas grandes. Pocos árboles. El paseo de compras que sólo tiene dos locales. La casa de Lotería. La tienda. La parrilla con el tanque en la vereda. El humo y el olor a asado. Las veredas rotas. Mis zapatos de taco alto y la ropa de oficina. Apurarse. La casa del plomero. El hijo del plomero. Sus ojos verdes. Su sonrisa. Casi veinte años de desencuentros y un amor perdido entre las no coincidencias del tiempo. Suspirar. Seguir. Pasa el tiempo, se hace tarde. El bar de la esquina. La avenida Mitre y sus bulevares. Cruzar prestando atención. Las medialunas del abuelo. La parada del colectivo. El colectivo que viene. Subir los escalones. Mis zapatos de viaje. Sacar boleto.

El colectivo que se va; yo que un poco me quedo.



El jokey y el tendero

Fueron enemigos desde el primer día. Apenas se conocieron comenzaron las peleas. No parecía haber motivos para que nazca tan repentina enemistad, pero a veces las cosas vienen manejadas desde arriba; el destino dicen algunos, el todo poderoso dicen otros.
Uno era un tendero que en su momento de gloria tuvo una linda tienda de cacharros pero que con el tiempo la perdió; o fueron otros los que se la perdieron, vaya uno a saber. Quizás por eso tenía esa expresión amargada. A veces daba la impresión de querer esbozar una sonrisa pero era una impresión nada más; era serio, hasta un poco triste.
El otro era jockey. Había tenido su propio caballo pero ahora solo le quedaba una camisa a rayas azul y roja y un pañuelo para el cuello. También era chueco, como quien esta muy acostumbrado a cabalgar y se queda en esa posición con las piernas para afuera. Y encima, eso lo hacía todavía más petizo. Comparado con el tendero, que media el doble de alto que él, era casi un enano.
Se podría pensar que la diferencia de tamaño y profesión fue la causa de sus constantes disputas, pero a decir verdad, eso no era motivo suficiente para tanta saña.
Quizás el jockey envidiaba la barba negra y bien pintada del tendero, o quizás el tendero detestaba esa expresión sobradora, típica de los petizos, que siempre tenia la cara del jockey. Igualmente, era difícil justificar que se quisieran matar uno al otro, que lo intentaran tantas veces y con tanta perseverancia.
El tendero, con sus musculosos brazos, solía golpear fuertemente al jockey y este, aunque no podía esquivar los golpes, resistía; parecía hecho de hierro, no muchos hubieran aguantado esas palizas.
El jockey, en venganza, lo pateaba lo mas fuerte que podía, con sus piernas chuecas directo a los tobillos, pero aunque semejantes patadas deberían doler, el tendero no parecía inmutarse.
Muchos meses pasaron en constante lucha por destruirse mutuamente, pero ninguno obtuvo el éxito definitivo.
Un día, sin que se sepa bien porque, quizás por aburrimiento, o quizás porque pensaron que la indiferencia podría hacer mas daño que los golpes, dejaron de pelear y se ignoraron. Lo hicieron de tal forma que cuando una vez el jockey se cayó en la puerta de la escuela, aunque estaba tirado en el piso y los que pasaban lo pateaban y pisaban, el tendero no dijo nada; ni amagó a levantarlo y siguió impasible con su cara amarga. Y el jockey se debió haber resentido tanto que cuando en unas vacaciones, el tendero pasó casi 10 días ahogándose en un vaso de vino, no fue capaz de mover un dedo para ayudarlo o decirle algunas palabras de aliento, nada mas se quedó mirándole la cara deformada por el color del tinto.
Igualmente, el agravio mas significativo fue cuando el jockey, sin querer, apoyó la mano en una pava que silbaba hacía rato de tanto hervir el agua. Ahí el pobre ya no fue tan duro y resistidor. No era de acero como parecía, la mano se le chamuscó y se le derritió, convirtiéndose en un muñón informe. Y el tendero, aún frente a tamaña atrocidad, ni mosqueo. No dio un grito para prevenirlo, ni lo empujó para salvarle la mano; no hizo nada.
Y así estuvieron un tiempo bastante largo. Hasta que un día, quizás porque la justicia divina se fija en todo y no hacer también es un pecado, o porque simplemente tenía que pasar, estaban los dos sentados en el respaldo de un viejo sillón de terciopelo verde, cuando un misterioso movimiento los hizo caer juntos para atrás. Alguien, seguramente el que tendría la misión divina de hacerlos comprender, o no, empujó el sillón dejándolos aplastados contra la pared sin poder moverse. La cabeza del jockey sobre el pecho del tendero, y el muñón a milímetros de la barba. La situación parecía intolerable, desesperante.

Así pasaron algunos años, una eternidad para cualquiera que piense en la incomodidad del contacto con el enemigo, de la cercanía con un muñón informe, o con una barba negra.
Al principio preguntaron por ellos, pero luego fueron olvidados, al parecer había quien los reemplace en esta vida.
Cierto día, debido a algún otro hecho fortuito hubo una nueva sacudida violenta del sillón. Ambos cayeron al piso, finalmente liberados de su tan largo tormento. Se escucharon risas, hubo saltos de alegría y un destello de luz fuerte encegueció a los presentes.
Luego fueron conducidos a un jardín particular, escondido a la vista de los curiosos, donde había muchas flores, hojas y luz del sol. Allí había otros como ellos.
Y en ese jardín oculto, se les clavaron los pies en la tierra, casi hasta los tobillos. Quedaron frente a frente como mirándose. Ya nunca pelearían otra vez, ya nunca se ignorarían, ya nunca serían torturados.

Unos días después, colgada contra una pared, se vería la foto de un hombre y una mujer, con su hijo de aproximadamente catorce años que con una gran sonrisa mostraba unos viejos y maltratados muñecos; al mirarlos con atención, se podía ver que tanto el hombre barbudo como el jockey sonreían. Al parecer, el chico los había perdido mucho tiempo atrás y los había vuelto a encontrar, pero por la edad que tenía era improbable que volviera a jugar con ellos.

domingo, 30 de agosto de 2009

Una hoja filosa

Que nazca un bollo de palabras dentro de una servilleta que vuele en el viento de una tarde cualquiera, como una paloma loca, envuelta en un tornado de hojas secas. Que se pierda entre la gente, susurrando en las orejas sus letras de risa, su graznido de papel.

Pero que vuelva, que me traiga en sus alas montado un caballero. Un hombre hecho de pelos, de carnita y de huesos. Que sea mullido, apretujable y que tenga una espada. Una hoja filosa que corte los sueños mal soñados, los cielos nublados y el pan de las tostadas. Que me venga a encender la chimenea, que no quema. Y de paso que me abrace, y que me abrase, no la chimenea, no la paloma, no la servilleta, el caballero.


Bueno... la foto esta al revés...

lunes, 24 de agosto de 2009

Estando al Letra 17 - primera nota...



Encontré una hora muerta en la peluquería. En la cola del banco tuve que tirar a la basura veinticinco minutos que se me pudrieron. Un cuarto de hora, en el que podría haber dormido, se me desmayó en la parada del colectivo.
Me cansé entonces de hacerle a cada rato un velorio al tiempo y mientras esperaba que cambie el semáforo decidí que nacieran estas palabras.

martes, 11 de agosto de 2009

domingo, 9 de agosto de 2009

Historia de un adiós...

Te fuiste. La puerta del ascensor soltó una carcajada y un coro de cadenas de baño se coló por el pasillo aplaudiendo tu partida.
El departamento no pudo soportar tanta alegría. Los recuerdos que babeaban los rincones perdieron la cordura y poseyeron a los objetos con su espíritu caníbal.
El control remoto se suicidó en tu nombre ahogándose en un vaso de cerveza, y el sillón frente a la tele salió a ladrarle a las motos de la calle.
Cerca del horno, los libros de cocina prendieron un incendio y tus cinco cartas tristes aletearon transformadas en mariposas de fuego.
En el cuarto, tu lado de la cama se convirtió en puerto. Tu almohada de plumas, creyéndose gaviota, salió por la ventana y fue a estrellarse contra el techo de un vecino.
Las medias que olvidaste en un cajón rodaron hasta el living y ahorcaron a los hombrecitos de tus trofeos de fútbol.
Ante semejante locura de las cosas, pensé que volverías al rescate. Y por eso, sólo atine a cambiar la cerradura.

domingo, 2 de agosto de 2009

El hombre lavanda

Nunca supimos quien era en realidad, ni porqué misteriosa circunstancia tenía ese olor violeta, fuerte. Mamá, que sabía de aromas, lo llamaba el hombre lavanda, y para nosotros era un mago.
Un mago que salía por las noches a querer agarrarse a trompadas con las estrellas. Desde la terraza lo veíamos parado en la esquina, con los puños cerrados en posición de boxeador antiguo, tirando piñas al aire, puteando al cielo.
Recuerdo con asombrosa claridad un día en que estábamos en la plaza con mi hermano. Nos peleábamos como posesos por una moneda que encontramos tirada en la arena. No lo vimos venir y de repente, el hombre lavanda se asomó desde atrás del tobogán. El olor se nos impregnó en la ropa. Mientras lo mirábamos con la boca abierta, y los mocos colgando por el esfuerzo de la pelea, él se agachó y agarró la moneda. Con cara de profesor de matemáticas nos dijo: éste es un centavo turbulento. Me lo llevo.
Y se fue, haciendo un pasito de baile, con nuestra moneda en la mano.
Con mi hermano lo tomamos como un mensaje de esos que sirven para toda la vida: nunca volvimos a pelear. En cambio, a partir de ese día, nos obsesionamos con el pobre hombre. Empezamos a espiarlo más seguido. Nos escapábamos de casa para escondernos atrás de un árbol y escuchar sus airadas conversaciones con la noche.
De cerca lo oíamos hacer ruidos ridículos, de trompetita de cotillón o de pandereta, y por momentos parecía hablar con alguien. Después se ponía una mano en la oreja, tal vez escuchando una respuesta. Con mi hermano nos tapábamos la boca mutuamente para no reírnos a carcajadas y que el hombre lavanda nos descubra.
También hacía movimientos alocados con las manos, como cazando moscas en el aire. No se porqué pero siempre se levantaba viento; la ropa se le inflaba y en la semi oscuridad se convertía en una masa difusa que se arremolinaba flotando sobre el empedrado.
Cuando el viento se calmaba un poco, él agarraba su botella acolchonada con una bolsa y se iba cuchicheando bajo, con un zigzag borracho, hacia el lado oscuro de la calle.
Ahí nos quedábamos mi hermano y yo, sin coraje para seguirlo y con la pregunta dibujada en nuestras caras: ¿a donde vivía el hombre lavanda?
Hasta que una noche que nuestros viejos habían discutido, la casa se puso violenta y esquiva. Tuvimos mas miedo a volver que a seguir al hombre misterioso en la oscuridad.
Nos escondimos en un zaguán cerca de la esquina. Después de los sonidos, del viento y la botella, el hombre lavanda enfiló para el mismo lado de siempre. Atrás, caminando despacio y sin hacer ruido, fuimos nosotros.
Hicimos dos cuadras viendo su sombra moverse adelante, pero cuando doblamos la esquina ya no estaba. Seguimos el olor a lavanda hasta un local clausurado. En el piso había vidrios rotos, todo estaba revuelto como si fuera la cueva de algún ciclón refugiado. En la vereda vimos la botella, ahora sin la bolsa, que resplandecía como una lamparita con brillos rojos y azules.
Con la autoridad de ser el mayor, la levanté del piso y la destapé: un montón de estrellas golpeadas salieron volando seguidas de cerca por un humo violeta.
Al hombre lavanda no lo vimos nunca más.


lunes, 27 de julio de 2009

Diálogo?

Se sentó en un asiento de a dos en el colectivo. Tenía cara de cansada, pero a pesar de que se le cerraban los ojos sacó una libreta y una lapicera.

–­ La verdad que no tengo ganas de escribir un dialogo – dijo ella.

– ¿Por qué? – preguntó la otra.

– Porque es complicado y siempre me confundo – contestó.

– ¿Quién contestó? ¿Ella o la otra? – preguntó una.

– Ella. ¿No vez que la otra preguntó?

– Ah, pero confunde escrito así – manifestó esa.

– ¿No te digo que es difícil? Y además ¿te parece que manifestó queda bien? – cuestionó con tono molesto.

– Y no sé, pero no se me ocurre otra palabra. Si no, estaría escribiendo siempre lo mismo y al lector eso le hace ruido – dijo ella.

– ¡Y a mi que me importa el lector! Si total yo no lo voy a conocer. Ella va a publicarlo – dijo la otra.

– No vez que no entendés nada. Ella soy yo – dijo ella con seguridad.

La otra, ya un poco aburrida de tanta raya de cambio de narrador, miraba por la ventanilla la puerta de la facultad de medicina.

El texto se estiraba sin sentido, escurriéndose entre bostezos mientras a su alrededor nadie hablaba.

– ¿Cómo se estira y escurre un texto? – se escuchó.

– ¿Y quién lo dijo? – pregunto ella volviendo en sí de repente.

– ¿Quién dijo que eso se escuchó o quien dijo que el texto se escurrió?

– Las dos cosas – contestó ella.

– Yo – dijo una.

– ¿Una cual?

– No importa.

– ¿Cómo que no?

– Ya no. Ya nos perdimos. Son palabras de nadie.

– Entonces Nadie viene con nosotros en el colectivo – dijo asustada, mirando a su alrededor.

Afuera, Plaza Italia se alejaba escondiéndose cada vez mas entre las calles de Palermo.




lunes, 20 de julio de 2009

Solo para entendidos...


Entre tantas imposiciones, se impone tu recuerdo. Deduzco que se ha gravado en mi memoria, y no habiendo exención que excluya tu mirada, me siento sujeta y alcanzada. (*)

(*) de una época trágica e impositiva de mi vida.

Para olvidar

Esgrimiendo como únicas armas una hoja y una pluma, ella se acercó a esa puerta que daba al abismo. Buscaba encontrarlo.
Dudando todavía, cruzó el rellano y caminó por el filo una vez más. La cornisa hacía una espiral que bajaba de forma constante y sostenida. Cúmulos de nubes oscuras se enroscaban y disolvían en las cercanías.
Reconoció el fondo y avanzó con pasos vacilantes hasta llegar abajo, a ese lugar de donde una vez casi no pudo volver. Él aún debía estar allí.
Sintió como el barro se le metía en los zapatos, y subía lentamente por sus piernas, enfriándolo todo a su paso. Intentó moverse pero así solo logró que le llegara a la cintura. Revivió el horror del hundimiento, de la inmovilidad. Con un grito lo llamó hasta desgarrarse la garganta.
Entonces volvió a verlo; reflejado entre las nubes de tormenta, entre las ramas de un árbol deshojado, entre las gotas de lluvia en la ventana.
El barro le llegó al pecho mientras lo sentía en su cuerpo, arenoso y gris. Lloró como nunca antes. Un charco de memorias se formó a su lado y la hoja y la pluma se inundaron. Él era tan triste que volver a encontrarlo fue un nudo en la garganta, un sudor frío, una lucha contra volver a abandonarse.
El barro le llegó hasta el cuello erizándole los pelos de la nuca. El reflejo, por fin, se acercó hasta su pozo de angustias y en un gesto heroico le secó las gotas que aun corrían para llegar a su barbilla.
– No me busques mas aquí – le dijo mientras se desvanecía entre los últimos renglones, entre la pluma y la hoja.
Ella volvió a tierra firme, para cerrar los ojos, para dormir el sueño reparador de los que sufren.
Triunfal, su mano sostenía ese papel, que manchado de un poema lloraba un recuerdo pero declaraba un olvido.

miércoles, 15 de julio de 2009

Visita


Estaban sentados a la mesa cuando por la pared pasó una sombra, pequeña y ágil. Un maullido lastimoso les hizo erizar los pelos. Era el maullido de Toto, pero Toto estaba muerto.



domingo, 12 de julio de 2009

Inspiración

El hombre abrió su cuaderno y volvió a ver al renglón vacío que lo esperaba con su típica actitud arrogante.

Se miraron. Se midieron uno al otro.

El hombre odió al renglón por su mutismo y lo cambió por un cursor titilante.

Se miraron. Se ignoraron uno al otro.

El cursor se aburrió y todo se volvió negro. Las ventanas comenzaron a volar en el vacío y el hombre las envidió porque podían volar.

Pero ellas también lo ignoraron.

El hombre, indignado, buscó su cuaderno y asesinó al renglón vacío, llenándolo de miradas y de envidia, clavándole en el pecho una ventana.

sábado, 11 de julio de 2009

Formas de ver


Cuando te fuiste

Cuando te fuiste

junté los pedazos de mi corazón

y los guardé en bolsitas de rencor

Ahí quedaron

como papel picado húmedo

que nunca más va a jugar al carnaval

junto a las máscaras

de lo que no eras

y de lo que yo no quería ser



viernes, 10 de julio de 2009

El nacimiento de una linea


La línea se retuerce
se eleva o se estira
y forma una letra

La letra suspira y nace otra línea
que se aplasta o se infla
y crecen más letras
que se juntan
se atan
o saltan
y forman palabras

Las palabras se amontonan
se agrupan
se respaldan
forman fila tomando distancia
se acomodan en renglones
y nacen los versos

Los versos piensan
y se repiten re-significados
cambian de renglón y si se cansan
también saltan
se van más allá
y nacen estrofas

Las estrofas se miran desde lejos
inflan imágenes de ideas
y compiten entre si por el recuerdo
hasta que al fin
un verso muere
y no vuelve

y nace el poema
y nace el poeta

Un hombre es...

Un hombre esta sentado en una sala de Espera.
Todo es blanco: las paredes, el sillón, la lámpara;
su smoking y su galera también.
Todo es blanco menos él, que es verde.
Tiene los dedos entrelazados de los pies.
¿Porqué?, alguien podría preguntarse.
Pero no hay nadie más que él para ser alguien.
Y él no se lo pregunta.
La que no está tranquila es la sala,
que se pregunta porqué el hombre es verde.
Pero la sala no es alguien.
Entonces, nadie se pregunta nada.
Hasta que llega Espera y pregunta:
¿Qué hace usted en mi sala? ¿No ve que me la llena de intriga?
- La estoy esperando – contesta él.
Y la intriga se escurre por debajo de la puerta.

Mi pobre percepción

Junté valor, buena predisposición y decidí sentarme a leer un poema.
Me concentré en abrir mi mente y dejar que fluyan las palabras, que su melodía me envuelva. De repente, el poema terminó.
Perpleja, deduje sagazmente que no había entendido un pomo.
Al principio no supe que hacer y di vuelta la hoja en busca de una segunda parte, un apéndice o algo que me diera una pista sobre hacia donde iba el contenido de la composición. No había nada más, me sentí estafada.
Llena de indignación me dije a mi misma que no es arte algo que nadie entiende (que yo no entiendo), y lo que es más, declaré que el poema era una mierda.
Después, aún incrédula, pensé que tenía que haber algún significado oculto que se me estaba escapando. Agudicé la vista y emprendí la lectura nuevamente.
Ya en la segunda estrofa perdí el hilo. Traté de esforzarme más por ver imágenes escondidas entre las palabras. Creo que de alguna forma funcionó.
Entre líneas logré ver a un autor que con un Whisky en la mano, se cagaba de risa de mi cara de concentración, jactándose de haber publicado, y vendido, un libro repleto de armoniosas pelotudeces.
Me convencí a mi misma de que no podía ser, que era un texto recomendado por conocedores, y seguí con la cuarta estrofa.
Intuí que hablaba del amor, y en el trasluz del papel se apareció la cara iracunda de una loca, que escribía el poema mientras me miraba indignada ante mi escasa percepción de su dolor incoherente y desordenado. Sospeché que a su criterio el mundo estaba mal, y yo era parte de la masa de imbéciles que no se daban cuenta de nada.
Pero no me dejé convencer, y seguí con la esperanza de ver más allá. De encontrar una luz en la quinta estrofa. Y la encontré, venía del porro de otro autor, un tipo de rastas, que me miraba desde el otro lado de la hoja, pero no me veía. Intuí que a él poco le importaba si yo entendía o si usaba su poema para hacer un avioncito.
Me di una última oportunidad de llegar hasta el final. Pero seguí sin entender.
Puse en tela de juicio mi inteligencia y tuve que dudar, una vez más, sobre si el arte es arte para cada uno, o si es algo universal.
Y maldije a todos los poetas en nombre del autor, el que fuera.

Hasta que un día, frente al monitor de la PC, terminé de escribir mi propio poema. El reflejo de la pantalla brilló como un espejo, y recién ahí entendí…
Que me cago en los finales abiertos y las libres interpretaciones por más poéticas que sean.

La máquina de la verdad

Mientras el muchacho interesado se rascaba la cabeza, del otro lado del mostrador, el vendedor sostenía un aparato plateado de forma rectangular y le decía:
Esto es buenísimo. Mirá, te explico: cuando a vos te pase algo que te tire para abajo, te rechaza una minusa, tu jefe te caga a pedos…ya no hace falta que le rompas las bolas a tus amigos para que te consuelen. Vos te llevas este aparato y cuando estas con el bajón lo usás. Esto adentro tiene un sistema inventado por los chinos. ¿Viste que muchos se hacían el harakiri? después de este invento los suicidios chinos bajaron como un ochenta por ciento. Bueno, vos pones el dedo en este agujero y apretás el botón verde. Ves: así. – El vendedor introdujo su dedo en una ranura cilíndrica. – Apretas acá y listo. Esto te tira la posta. Adentro tiene sensores que miden la temperatura, la humedad y otras cosas más. El aparato interpreta tus emociones y analiza la situación mejor que cualquier psicólogo. Es una maravilla. Escuchá – Dijo mientras presionaba el botón verde.
El aparato después de un zumbido transmitió: “Pepe, sos un grande. Lo tuyo no tiene desperdicio.”
El posible comprador, se terminó de convencer. Setecientos pesos era lo que salía un GPS y esto lo iba a guiar mucho mejor. – Listo, me lo llevo.
Llegó a su casa muy entusiasmado. Quería probar el aparato cuanto antes. Lo sacó de la caja y lo apoyó sobre la mesa. Se concentró en ese momento en que ella le dijo que solo era un buen amigo y metió el dedo en el agujero.
Cuando apretó el botón verde la máquina transmitió: Sos bastante pelotudo. Cómo vas a creer que un aparato puede adivinar tus emociones con sólo meterle un dedo. Pero a ver esperá… lo que si puedo percibir es que te estas sintiendo el más boludo. Y tenes razón pibe, tenes razón.


Nosotros

Una tarde, un vecino místico le dijo a mi papá que él seria capaz de conectarse con los extraterrestres. Le aseguró que iba a inventar una máquina casera que lograría establecer la comunicación.
Mi papá, un poco por curiosidad, un poco por locura, siguiendo su instinto construyó una pirámide de cobre, la soldó con estaño y adentro puso una copa de coñac llena, en este caso, de coñac. A la pirámide conectó un cable y al cable un grabador.
Pasó varias noches grabando en casettes el cantar de los grillos. En algunas cintas se llegaban a oír los gritos de mamá diciéndole que dejara de perder el tiempo.
Y la máquina pareció no funcionar, después nacimos nosotros.


lunes, 18 de mayo de 2009

El cuento de Anita



Había una vez, una nenita regordeta llamada Anita, a la que le gustaba mucho leer y escribir. Su vida estaba llena de letras. Ya de chiquita escribía poemas y leía muchos cuentos de hadas y dragones, por lo que también creía seriamente en la magia.
Anita estaba muy convencida de que, además de casarse con un príncipe azul, tendría éxito y fortuna. Sus papás le habían dicho eso y ¿como no iba a ser cierto si lo decían sus papás?
La nenita siguió escribiendo y leyendo hasta que un día, cuando aún era muy joven, tuvo que elegir a donde realizar sus estudios. Ella sabía que le encantaban las letras y todas las cosas que tuvieran que ver con la creación de algo nuevo; que esa era la magia que más le gustaba.
Pero resulta que en su casa vivía un fantasma muy molesto, el fantasma de no llegar a fin de mes. Este ser amenazador iba y venia, iba y venia, poniendo a los papás de Anita muy tristes.
La nenita pensó: A mi no me va a asustar este fantasma. Yo voy a aprender una magia muy poderosa para espantarlo.
Y entonces se inscribió en un colegio muy serio, donde enseñaban a llegar a fin de mes con números negros en vez de rojos. También se buscó un trabajo en un lugar donde se contaban números, se prestaban números y se guardaban números. Pero aunque seguía leyendo y no podía olvidarse de las letras, no volvió a escribir.
Pasaron los años y todo parecía ir bien, hasta que una vez, cuando ya había logrado espantar al fantasma de no llegar a fin de mes, fue atacada por un extraño encantamiento: Cada vez que se sentaba en un aula del colegio, o cuando intentaba leer un libro con números, se quedaba profundamente dormida. Un día, hasta llegó a dormir 13 horas seguidas antes de un examen de “Números para la corona”.
Asustada por este malestar, Anita intentó aprender mil magias diferentes para ver si con eso podía evitar el sueño. Hizo magia con madera, magia con la mente, magia en otros idiomas, danzas mágicas y alguna que otra cosa más, pero como seguía haciendo cualquier cosa menos leer sobre números, decidió consultar a una bruja.
Pasó mucho tiempo hablando de su vida mientras la bruja anotaba todo en su cuaderno encantado, y estaba encantado porque si uno le hacia una pregunta, aparecían como diez preguntas más.
Y así, pregunta va, pregunta viene, Anita se dio cuenta de que los fantasmas tardan en morir, y que a veces uno no se escapa corriendo, sino durmiendo.
También se dio cuenta de que en el mundo había sapos con corona, y príncipes con patas de rana, pero que el príncipe azul vivía en un cuento.
Después de mucho tiempo de hablar y hablar junto a la bruja, logró terminar el colegio de números. Y ahí, quizás por miedo a dormirse otra vez, decidió no volver nunca más.
Hoy Anita sigue visitando regularmente a la bruja. Aún se pregunta si en algún lugar del mundo mágico los números y las letras pueden convivir en armonía, y no matarse entre si. Se lo pregunta pero en el fondo, sabe que las letras son más. Sabe que tarde o temprano, ellas ganaran la batalla y ya no quedará ningún fantasma.

Algunos años después...

cuando nada era color de rosa...

¿Qué ha pasado por tu mente en estos años?
Que me dices que has perdido la esperanza
que se ha cortado ya el hilo de tus sueños
y en tu favor ya no se inclina la balanza.

¿Qué ha pasado con la niña cuyos versos
emocionaron a tantos corazones?
¿En qué triste mar están inmersos
esos poemas que inspiraban las pasiones?

Recuerda que los principios que ayer atesorabas
terca y quizás algo altanera,
te indicaban el camino que anhelabas
pero el destino tuvo otras maneras.

Hoy piensas que la vida
es un océano de desilusiones,
que las verdades te son desconocidas
y que fúnebres, son todas las canciones.

Recuerda que vidas como esta
tendrás otras mil, o mil millones
disfruta y haz que todo sea una fiesta
que a nadie agradan los espíritus llorones.

domingo, 10 de mayo de 2009

Erase una vez una niña de 16 años,

a la que llamaban Anita Soledad, que escribió su primer poema, y decía así:


Será que tanta tinta hay en mis venas
para escribir la mejor de las historias,
cien hojas llenar de cosas buenas
y mil andanzas comenten mis memorias.

Será por eso que mi espíritu desgarran
esos minutos inútiles, desiertos,
y me sacude con su maligna garra
el silencio del tiempo que se ha muerto.

Será por eso que no puedo soportar
ver como en vano se pasan los segundos,
y cuando sueño ya no quiero despertar
y ver que nada he hecho yo en este mundo.

Quiero crear un alto campanario
que no caiga entre las llamas del olvido,
que repiquen las campanas por mil años
en señal de lo mucho que he vivido.

Quiero recorrer el mundo entero
y conocer la belleza de las cosas,
y aunque muera en un triste basurero
saber que mi vida ha sido hermosa.

Quiero aprender la esencia de los seres,
llegar a los rincones mas profundos,
saber que buscan los hombres y mujeres
desde niños a viejos, moribundos.

Quiero comprender a la naturaleza
desde lo inmenso a lo pequeño, diminuto,
contemplar toda la tierra y su grandeza
y ver el sol que la devore en un minuto.

Quiero enfrentarme con la muerte cara a cara,
y refregarle que viví cada momento,
quiero que me lleve donde la vida se acaba
solo para esperar un nuevo nacimiento.

Aunque sea una locura, un sueño sin razón
se que lograré mi lunática ambición:
la de no ver mi tinta malgastada
escribiendo cien veces “No he hecho nada”.


Esto fue allá por febrero del 1997, una época donde todo era posible, cuando me di cuenta de que me gustaba escribir...