En la orilla habitan los monstruos. Reptan, babean, rasguñan el suelo. Amorfos, mezcla de espantos incrustados en latas de conserva, en verduras pútridas. Fragmentos incoherentes de días del pasado y del porvenir. Fueron creados para generar el miedo, el terror que impide el paso, que guarda las aguas. Nadie debe cruzar más allá. Nadie puede ver el mecanismo siniestro, la lucha constante que transcurre en lo profundo, en el limbo caótico donde moran todos los pensamientos, todos los deseos, todos los recuerdos, ahí donde se alzan las torres de piedra. Estructuras inconstantes, parásitas una de la otra. Enfrentadas por el correr del tiempo. Opuestos nacidos de una misma sustancia.
La más cercana a la orilla es la torre que arde, se excita. Donde los deseos más oscuros se asoman desnudos por las ventanas. Algunos pensamientos puros, encandilados por el fuego y el calor, son atraídos hacia ella. Se cuelan por las paredes de atrás cargando la mochila de su culpa. Saltan las vayas de la moral o simplemente entran por la puerta que les abren los de adentro. Los que le rinden culto a los placeres carnales, los que se arrojan al fuego mientras entonan canciones obscenas y aúllan orgasmos.
Las escaleras de la torre son amplias, fáciles, pero la puerta de entrada es sólo un agujero profundo. Un recuerdo peregrino, llevando su bolsa de melancolía, se dispone a entrar. Se le aparecen un santo y un pecaminoso. Le exponen sus razones, pero es el recuerdo de un acto prohibido y sigue su camino dispuesto a arder.
Junto a la torre emergen vapores que inundan el cielo. Alguien quiso controlarlos y construyo paredes a su alrededor, pero cuando el aire viciado llega a la superficie no hace más que explotar. Forma el hongo de la bomba, el árbol de la ciclotimia y de la bipolaridad. Se clava en el cielo ensuciando las nubes con gritos y quejas. Un cielo donde dios nunca se asoma, un cielo sin pájaros.
Por tierra, una gran montaña separa las torres. Es la jueza que siempre se muestra imparcial. En la cumbre exhibe razones punzantes, pero a sus pies, la ira y la calma luchan mano a mano por la supervivencia. Aunque aspira a controlar todo el continente, la jueza no sabe de torres ni de guerra, sólo genera pensamientos encontrados que no saben a donde pertenecen.
Por el río etéreo que fluye hacia las costas, en un barco rancio y achacoso, los recuerdos de la infancia huyen del fuego hacia un lugar seguro. Van guiados por la vergüenza y buscan preservarse de la corrupción. En otra barca, encadenadas entre sí, viajan las dudas que chocaron contra el orden y las ideas sediciosas. Quizás nadie vuelva a verlas. Serán confinadas a la torre oscura. La torre donde yacen los recuerdos olvidados, donde se pudren, en habitaciones cuadradas y mohosas, los sueños destinados al fracaso. A su alrededor hay una aldea. Las ventanas son tan mínimas que no dejan ver los secretos atrapados en las casas de cemento. Por los callejones, el silencio camina sin el ruido de los pasos y los susurros se filtran por las cerraduras de las puertas.
Al otro lado, en otra orilla, una mujer duerme entre nubes de piedra. Ajena a todo. Los monstruos la asustan y con eso alcanza. No sabe de torres, ni de montañas. No reconoce ni a su propio yo recostado a su lado. Ni siquiera ve los rayos de luz que se filtran por la arcada que da al exterior…
La más cercana a la orilla es la torre que arde, se excita. Donde los deseos más oscuros se asoman desnudos por las ventanas. Algunos pensamientos puros, encandilados por el fuego y el calor, son atraídos hacia ella. Se cuelan por las paredes de atrás cargando la mochila de su culpa. Saltan las vayas de la moral o simplemente entran por la puerta que les abren los de adentro. Los que le rinden culto a los placeres carnales, los que se arrojan al fuego mientras entonan canciones obscenas y aúllan orgasmos.
Las escaleras de la torre son amplias, fáciles, pero la puerta de entrada es sólo un agujero profundo. Un recuerdo peregrino, llevando su bolsa de melancolía, se dispone a entrar. Se le aparecen un santo y un pecaminoso. Le exponen sus razones, pero es el recuerdo de un acto prohibido y sigue su camino dispuesto a arder.
Junto a la torre emergen vapores que inundan el cielo. Alguien quiso controlarlos y construyo paredes a su alrededor, pero cuando el aire viciado llega a la superficie no hace más que explotar. Forma el hongo de la bomba, el árbol de la ciclotimia y de la bipolaridad. Se clava en el cielo ensuciando las nubes con gritos y quejas. Un cielo donde dios nunca se asoma, un cielo sin pájaros.
Por tierra, una gran montaña separa las torres. Es la jueza que siempre se muestra imparcial. En la cumbre exhibe razones punzantes, pero a sus pies, la ira y la calma luchan mano a mano por la supervivencia. Aunque aspira a controlar todo el continente, la jueza no sabe de torres ni de guerra, sólo genera pensamientos encontrados que no saben a donde pertenecen.
Por el río etéreo que fluye hacia las costas, en un barco rancio y achacoso, los recuerdos de la infancia huyen del fuego hacia un lugar seguro. Van guiados por la vergüenza y buscan preservarse de la corrupción. En otra barca, encadenadas entre sí, viajan las dudas que chocaron contra el orden y las ideas sediciosas. Quizás nadie vuelva a verlas. Serán confinadas a la torre oscura. La torre donde yacen los recuerdos olvidados, donde se pudren, en habitaciones cuadradas y mohosas, los sueños destinados al fracaso. A su alrededor hay una aldea. Las ventanas son tan mínimas que no dejan ver los secretos atrapados en las casas de cemento. Por los callejones, el silencio camina sin el ruido de los pasos y los susurros se filtran por las cerraduras de las puertas.
Al otro lado, en otra orilla, una mujer duerme entre nubes de piedra. Ajena a todo. Los monstruos la asustan y con eso alcanza. No sabe de torres, ni de montañas. No reconoce ni a su propio yo recostado a su lado. Ni siquiera ve los rayos de luz que se filtran por la arcada que da al exterior…
No hay comentarios:
Publicar un comentario