Jhon corría llevando la antorcha en su mano derecha. Las luces del estadio repleto lo enfocaban directamente. La pantalla gigante lo reproducía hasta el más mínimo detalle. Él se sintió importante una vez más, le había pasado varias veces pero ésta no era menor. Era el primer portador de la antorcha olímpica de los juegos de ese año. Sintió la oleada de aplausos, las ovaciones. Sonrió al recordar a su padre que lo alentaba a superarse cuando era chico y sacaba malas calificaciones en gimnasia.
El padre lo miraba a través del televisor. Le hubiera gustado estar presente en la ceremonia pero el viaje era demasiado caro hasta esa ciudad al otro lado del mundo. No pudo evitar que se le escaparan un par de lágrimas de orgullo. Se estaba poniendo viejo; viejo y sentimental. Cuando terminó de sonarse la nariz, la antorcha ya estaba en manos de Chong.
Chong corrió con paso firme, moviendo los músculos exactos. Se concentró en aislar el ruido del exterior como le habían enseñado. En ese momento sólo existían ella y la antorcha, eran uno. No sintió el viento frío que soplaba de frente, ni se percató de los flashes de los fotógrafos.
Entre los fotógrafos estaba Pierre. Realizaba cálculos para captar las tomas correctas. Calculaba velocidad de obturación versus apertura del diafragma. Medía luces y sombras. Sus dedos se deslizaban por la cámara digital con una agilidad increíble. Las imágenes se iban dibujando en sus retinas sucesivamente mientras giraba el objetivo de casi dos kilos de peso, siguiendo a la llama. En la foto número trescientos veintitrés ya aparecía el tercer portador.
El tercer portador era José y caminaba en vez de correr. Había llegado tarde y no había podido hacer sus ejercicios de relajación, esos que hacía cuando tenía por delante una tarea que lo ponía nervioso. Y ese día se le había cruzado por la cabeza que la antorcha se iba a apagar cuando él la llevara. Pensó que si no corría habría menos viento y la ceremonia continuaría sin inconvenientes.
No pensaba así Ivan, el coordinador general del evento. La demora que generaba que uno de los portadores fuera caminando no estaba prevista. Todo, hasta los fuegos artificiales, estaban cronometrados al segundo. Con impaciencia siguió dando órdenes por handy hasta que, mientras golpeaba su reloj con el dedo, vio cómo la antorcha era entregada a Emma.
Emma recibió la antorcha y se irguió en una postura desafiante. Tenía plena conciencia de que el mundo la estaba observando. Ella no podía defraudarlos, nunca lo había hecho. Mientras corría observó su primer plano en la pantalla gigante. Sonrió. Sus dientes perfectos resplandecieron. Su piel perfecta hacía juego con el equipo de gimnasia perfecto que había elegido para la ocasión. Pensó en el público que la ovacionaba y saludó con la mano libre. Sintió que todos la amaban.
Pero Ahmed, sentado en la fila treinta y dos de la platea central del estadio, no la amaba. Ni siquiera llegó a verla porque cuando ella tomó la antorcha, la hamburguesa que él estaba comiendo, resbaló sobre su túnica y le dejó una mancha roja dibujada en el pecho. Cuando terminó de gritar su odio, y de desparramar aún mas el ketchup con una servilleta, Ahmed levantó la cabeza pero la antorcha ya estaba en manos de David.
David corrió con paso calmo pero constante. Miró el mango de la antorcha y pensó que hubieras sido mejor si estuviera hecho de madera; pensó que cada vez menos cosas se hacían de madera. Cuando llegó a la escalinata empezó a contar los escalones mientras subía. Se sintió tranquilo. Escuchó la música de la gran orquesta que se aceleraba hacia la culminación. Pensó en tomar clases de violín. Estiró el brazo con el que sostenía la antorcha. La llama hizo contacto con el gran espiral metálico que reposaba en la oscuridad. La imagen del fuego ocupó toda la pantalla del estadio.
El fuego corrió por la estructura absorbiendo gran cantidad de oxígeno a su paso, se sacudió con el viento, desbordó levemente por los costados y entre chispas volvió a su lugar. La orquesta llegó al punto máximo de su capacidad. La multitud del estadio aplaudió con fervor. En sus casas, los telespectadores festejaron. Los juegos olímpicos se declararon abiertos. El fuego no pensó en nada.
El padre lo miraba a través del televisor. Le hubiera gustado estar presente en la ceremonia pero el viaje era demasiado caro hasta esa ciudad al otro lado del mundo. No pudo evitar que se le escaparan un par de lágrimas de orgullo. Se estaba poniendo viejo; viejo y sentimental. Cuando terminó de sonarse la nariz, la antorcha ya estaba en manos de Chong.
Chong corrió con paso firme, moviendo los músculos exactos. Se concentró en aislar el ruido del exterior como le habían enseñado. En ese momento sólo existían ella y la antorcha, eran uno. No sintió el viento frío que soplaba de frente, ni se percató de los flashes de los fotógrafos.
Entre los fotógrafos estaba Pierre. Realizaba cálculos para captar las tomas correctas. Calculaba velocidad de obturación versus apertura del diafragma. Medía luces y sombras. Sus dedos se deslizaban por la cámara digital con una agilidad increíble. Las imágenes se iban dibujando en sus retinas sucesivamente mientras giraba el objetivo de casi dos kilos de peso, siguiendo a la llama. En la foto número trescientos veintitrés ya aparecía el tercer portador.
El tercer portador era José y caminaba en vez de correr. Había llegado tarde y no había podido hacer sus ejercicios de relajación, esos que hacía cuando tenía por delante una tarea que lo ponía nervioso. Y ese día se le había cruzado por la cabeza que la antorcha se iba a apagar cuando él la llevara. Pensó que si no corría habría menos viento y la ceremonia continuaría sin inconvenientes.
No pensaba así Ivan, el coordinador general del evento. La demora que generaba que uno de los portadores fuera caminando no estaba prevista. Todo, hasta los fuegos artificiales, estaban cronometrados al segundo. Con impaciencia siguió dando órdenes por handy hasta que, mientras golpeaba su reloj con el dedo, vio cómo la antorcha era entregada a Emma.
Emma recibió la antorcha y se irguió en una postura desafiante. Tenía plena conciencia de que el mundo la estaba observando. Ella no podía defraudarlos, nunca lo había hecho. Mientras corría observó su primer plano en la pantalla gigante. Sonrió. Sus dientes perfectos resplandecieron. Su piel perfecta hacía juego con el equipo de gimnasia perfecto que había elegido para la ocasión. Pensó en el público que la ovacionaba y saludó con la mano libre. Sintió que todos la amaban.
Pero Ahmed, sentado en la fila treinta y dos de la platea central del estadio, no la amaba. Ni siquiera llegó a verla porque cuando ella tomó la antorcha, la hamburguesa que él estaba comiendo, resbaló sobre su túnica y le dejó una mancha roja dibujada en el pecho. Cuando terminó de gritar su odio, y de desparramar aún mas el ketchup con una servilleta, Ahmed levantó la cabeza pero la antorcha ya estaba en manos de David.
David corrió con paso calmo pero constante. Miró el mango de la antorcha y pensó que hubieras sido mejor si estuviera hecho de madera; pensó que cada vez menos cosas se hacían de madera. Cuando llegó a la escalinata empezó a contar los escalones mientras subía. Se sintió tranquilo. Escuchó la música de la gran orquesta que se aceleraba hacia la culminación. Pensó en tomar clases de violín. Estiró el brazo con el que sostenía la antorcha. La llama hizo contacto con el gran espiral metálico que reposaba en la oscuridad. La imagen del fuego ocupó toda la pantalla del estadio.
El fuego corrió por la estructura absorbiendo gran cantidad de oxígeno a su paso, se sacudió con el viento, desbordó levemente por los costados y entre chispas volvió a su lugar. La orquesta llegó al punto máximo de su capacidad. La multitud del estadio aplaudió con fervor. En sus casas, los telespectadores festejaron. Los juegos olímpicos se declararon abiertos. El fuego no pensó en nada.
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