Cuenta una leyenda popular que en una caja de seguridad de un banco ubicado en Santa Fe y Coronel Díaz, había guardada una maquina capaz de convertir los sueños en polvo. Al parecer su efecto era tan devastador que meses después que su dueño la retirara, el personal de limpieza aun sacaba a la calle bolsas llenas de restos de sueños de los empleados. Dicen que algunos de ellos enloquecieron y que por eso el banco tuvo que mudar la sucursal.
viernes, 26 de noviembre de 2010
sábado, 13 de noviembre de 2010
Revivir
A punto de asesinar al reflejo de su espejo, prefirió renunciar y presentársele a la muerte dignamente.
Cantando el himno a la alegría se desvistió, hizo un bollo con su sotana de juez ignorante y arriba acomodó sus valores morales. Guardó todo con cuidado en una valija de viaje y dando un saltito de fe la revoleó por la ventana. Se sacó de los bolsillos los defectos y las virtudes. Los estrelló contra las paredes y barrió los restos hasta que no quedó la más mínima partícula de ego.
De un portazo clausuró los laberintos de su mente. Agarró a patadas los tableros, los esquemas y sobre todo, los relojes. Se clavó en el pecho una bandera blanca y tiró todas las toallas. En la pileta de la cocina ahogó uno a uno los mandatos familiares. Y después de haber descuartizado a sus obligaciones sociales, corrió hasta el ministerio más cercano y se declaró en huelga de pensamientos. Desnutrido de deseos, rechazó los sacramentos y dejó de caminar entre el cielo y el infierno.
En medio del velorio de la imagen de si mismo, le sacó los ojos a la mirada de los otros y salió a reventarlos contra los portones de las escuelas y los campanarios de las iglesias. Con los restos de lazos y ataduras tiró abajo a los ídolos y sus pedestales, desoyó sus concejos y les rompió las promesas.
Recostado a la sombra de algún antro, claudicó a los viejos buenos hábitos. Dejó los usos, renunció a las costumbres. Sin siquiera un remordimiento del tamaño de una moneda, deshonró a la jurisprudencia y a las anécdotas.
De un portazo clausuró los laberintos de su mente. Agarró a patadas los tableros, los esquemas y sobre todo, los relojes. Se clavó en el pecho una bandera blanca y tiró todas las toallas. En la pileta de la cocina ahogó uno a uno los mandatos familiares. Y después de haber descuartizado a sus obligaciones sociales, corrió hasta el ministerio más cercano y se declaró en huelga de pensamientos. Desnutrido de deseos, rechazó los sacramentos y dejó de caminar entre el cielo y el infierno.
En medio del velorio de la imagen de si mismo, le sacó los ojos a la mirada de los otros y salió a reventarlos contra los portones de las escuelas y los campanarios de las iglesias. Con los restos de lazos y ataduras tiró abajo a los ídolos y sus pedestales, desoyó sus concejos y les rompió las promesas.
Recostado a la sombra de algún antro, claudicó a los viejos buenos hábitos. Dejó los usos, renunció a las costumbres. Sin siquiera un remordimiento del tamaño de una moneda, deshonró a la jurisprudencia y a las anécdotas.
Y cuando sólo le quedó nada, cuando fue un completo nadie, se abrazó con la muerte y respiró
miércoles, 10 de noviembre de 2010
El trámite
- Buenas tardes señorita. Acá estoy de nuevo. Ya tengo los papeles, certificado de defunción, fotografía del cuerpo con rigor mortis…
- ¿Ya los hizo sellar por el departamento de partidas?
- Si si, hice el curso también. Acá esta el comprobante.
- ¿Saldó usted todas las deudas?
- Me llevó mucho tiempo pero si. Aquí tengo el recibo donde consta que el saldo está en cero.
- Muy bien, lo felicito. Ahora tenemos que llenar la solicitud de ingreso.
- Discúlpeme querida, venimos de un accidente. ¿Nos podrá atender a nosotros primero? Es una urgencia.
- ¿Ya pasaron por el departamento de partidas?
- No, vinimos directamente.
- Primero deben pasar por el departamento de partidas para que les expliquen el procedimiento.
- ¡Pero querida! Mire como estamos. Fue un accidente horrible. ¡Tenga un poco de consideración!
- Señora, usted tenga consideración. Yo llevo un mes entero haciendo trámites y ahora viene a demorar a la señorita que al fin está llenando mi solicitud.
- Ah pero que desubicado. ¿Usted sabe quien fui yo?
- No tengo idea y ni me interesa. Sé que ahora es una maleducada.
- Calma, calma. Señora es imposible que el señor Pedro le haga la entrevista directamente. Tiene que hacer el curso de bienvenida a este lado, le tienen que sellar los papeles y debe presentar el libredeuda.
- Mi conducta ha sido impecable. Yo no tengo ninguna deuda y mi chiquito menos. Mírelo. ¿No ve que es un angelito?
- Mamá, mirá. ¡Puedo volar!
- ¡Quedate quieto! Los pies en el piso como corresponde, eh, que no sos un globo.
- Señora le pido por favor que vaya al otro edificio. No me obligue a llamar a seguridad.
- Mamá, vamos, vamos, vamos, que los de seguridad me dan miedo.
- ¡Qué falta de respeto! Hacerle esto a una devota como yo. Días y días rezando para que me traten así. No se puede creer. Me voy, pero no va a tardar en llegarle mi queja.
- Adiós señora, un gusto conocerla eh. Ahora linda ¿Podemos terminar de llenar mi solicitud?
- Que cansancio. Bueno, ahora me tiene que contestar una pregunta. Cuándo estaba vivo ¿Usted disfrutaba de lo que hacía?
- Si si, hice el curso también. Acá esta el comprobante.
- ¿Saldó usted todas las deudas?
- Me llevó mucho tiempo pero si. Aquí tengo el recibo donde consta que el saldo está en cero.
- Muy bien, lo felicito. Ahora tenemos que llenar la solicitud de ingreso.
- Discúlpeme querida, venimos de un accidente. ¿Nos podrá atender a nosotros primero? Es una urgencia.
- ¿Ya pasaron por el departamento de partidas?
- No, vinimos directamente.
- Primero deben pasar por el departamento de partidas para que les expliquen el procedimiento.
- ¡Pero querida! Mire como estamos. Fue un accidente horrible. ¡Tenga un poco de consideración!
- Señora, usted tenga consideración. Yo llevo un mes entero haciendo trámites y ahora viene a demorar a la señorita que al fin está llenando mi solicitud.
- Ah pero que desubicado. ¿Usted sabe quien fui yo?
- No tengo idea y ni me interesa. Sé que ahora es una maleducada.
- Calma, calma. Señora es imposible que el señor Pedro le haga la entrevista directamente. Tiene que hacer el curso de bienvenida a este lado, le tienen que sellar los papeles y debe presentar el libredeuda.
- Mi conducta ha sido impecable. Yo no tengo ninguna deuda y mi chiquito menos. Mírelo. ¿No ve que es un angelito?
- Mamá, mirá. ¡Puedo volar!
- ¡Quedate quieto! Los pies en el piso como corresponde, eh, que no sos un globo.
- Señora le pido por favor que vaya al otro edificio. No me obligue a llamar a seguridad.
- Mamá, vamos, vamos, vamos, que los de seguridad me dan miedo.
- ¡Qué falta de respeto! Hacerle esto a una devota como yo. Días y días rezando para que me traten así. No se puede creer. Me voy, pero no va a tardar en llegarle mi queja.
- Adiós señora, un gusto conocerla eh. Ahora linda ¿Podemos terminar de llenar mi solicitud?
- Que cansancio. Bueno, ahora me tiene que contestar una pregunta. Cuándo estaba vivo ¿Usted disfrutaba de lo que hacía?
martes, 9 de noviembre de 2010
Diván
Fuego olímpico
Jhon corría llevando la antorcha en su mano derecha. Las luces del estadio repleto lo enfocaban directamente. La pantalla gigante lo reproducía hasta el más mínimo detalle. Él se sintió importante una vez más, le había pasado varias veces pero ésta no era menor. Era el primer portador de la antorcha olímpica de los juegos de ese año. Sintió la oleada de aplausos, las ovaciones. Sonrió al recordar a su padre que lo alentaba a superarse cuando era chico y sacaba malas calificaciones en gimnasia.
El padre lo miraba a través del televisor. Le hubiera gustado estar presente en la ceremonia pero el viaje era demasiado caro hasta esa ciudad al otro lado del mundo. No pudo evitar que se le escaparan un par de lágrimas de orgullo. Se estaba poniendo viejo; viejo y sentimental. Cuando terminó de sonarse la nariz, la antorcha ya estaba en manos de Chong.
Chong corrió con paso firme, moviendo los músculos exactos. Se concentró en aislar el ruido del exterior como le habían enseñado. En ese momento sólo existían ella y la antorcha, eran uno. No sintió el viento frío que soplaba de frente, ni se percató de los flashes de los fotógrafos.
Entre los fotógrafos estaba Pierre. Realizaba cálculos para captar las tomas correctas. Calculaba velocidad de obturación versus apertura del diafragma. Medía luces y sombras. Sus dedos se deslizaban por la cámara digital con una agilidad increíble. Las imágenes se iban dibujando en sus retinas sucesivamente mientras giraba el objetivo de casi dos kilos de peso, siguiendo a la llama. En la foto número trescientos veintitrés ya aparecía el tercer portador.
El tercer portador era José y caminaba en vez de correr. Había llegado tarde y no había podido hacer sus ejercicios de relajación, esos que hacía cuando tenía por delante una tarea que lo ponía nervioso. Y ese día se le había cruzado por la cabeza que la antorcha se iba a apagar cuando él la llevara. Pensó que si no corría habría menos viento y la ceremonia continuaría sin inconvenientes.
No pensaba así Ivan, el coordinador general del evento. La demora que generaba que uno de los portadores fuera caminando no estaba prevista. Todo, hasta los fuegos artificiales, estaban cronometrados al segundo. Con impaciencia siguió dando órdenes por handy hasta que, mientras golpeaba su reloj con el dedo, vio cómo la antorcha era entregada a Emma.
Emma recibió la antorcha y se irguió en una postura desafiante. Tenía plena conciencia de que el mundo la estaba observando. Ella no podía defraudarlos, nunca lo había hecho. Mientras corría observó su primer plano en la pantalla gigante. Sonrió. Sus dientes perfectos resplandecieron. Su piel perfecta hacía juego con el equipo de gimnasia perfecto que había elegido para la ocasión. Pensó en el público que la ovacionaba y saludó con la mano libre. Sintió que todos la amaban.
Pero Ahmed, sentado en la fila treinta y dos de la platea central del estadio, no la amaba. Ni siquiera llegó a verla porque cuando ella tomó la antorcha, la hamburguesa que él estaba comiendo, resbaló sobre su túnica y le dejó una mancha roja dibujada en el pecho. Cuando terminó de gritar su odio, y de desparramar aún mas el ketchup con una servilleta, Ahmed levantó la cabeza pero la antorcha ya estaba en manos de David.
David corrió con paso calmo pero constante. Miró el mango de la antorcha y pensó que hubieras sido mejor si estuviera hecho de madera; pensó que cada vez menos cosas se hacían de madera. Cuando llegó a la escalinata empezó a contar los escalones mientras subía. Se sintió tranquilo. Escuchó la música de la gran orquesta que se aceleraba hacia la culminación. Pensó en tomar clases de violín. Estiró el brazo con el que sostenía la antorcha. La llama hizo contacto con el gran espiral metálico que reposaba en la oscuridad. La imagen del fuego ocupó toda la pantalla del estadio.
El fuego corrió por la estructura absorbiendo gran cantidad de oxígeno a su paso, se sacudió con el viento, desbordó levemente por los costados y entre chispas volvió a su lugar. La orquesta llegó al punto máximo de su capacidad. La multitud del estadio aplaudió con fervor. En sus casas, los telespectadores festejaron. Los juegos olímpicos se declararon abiertos. El fuego no pensó en nada.
El padre lo miraba a través del televisor. Le hubiera gustado estar presente en la ceremonia pero el viaje era demasiado caro hasta esa ciudad al otro lado del mundo. No pudo evitar que se le escaparan un par de lágrimas de orgullo. Se estaba poniendo viejo; viejo y sentimental. Cuando terminó de sonarse la nariz, la antorcha ya estaba en manos de Chong.
Chong corrió con paso firme, moviendo los músculos exactos. Se concentró en aislar el ruido del exterior como le habían enseñado. En ese momento sólo existían ella y la antorcha, eran uno. No sintió el viento frío que soplaba de frente, ni se percató de los flashes de los fotógrafos.
Entre los fotógrafos estaba Pierre. Realizaba cálculos para captar las tomas correctas. Calculaba velocidad de obturación versus apertura del diafragma. Medía luces y sombras. Sus dedos se deslizaban por la cámara digital con una agilidad increíble. Las imágenes se iban dibujando en sus retinas sucesivamente mientras giraba el objetivo de casi dos kilos de peso, siguiendo a la llama. En la foto número trescientos veintitrés ya aparecía el tercer portador.
El tercer portador era José y caminaba en vez de correr. Había llegado tarde y no había podido hacer sus ejercicios de relajación, esos que hacía cuando tenía por delante una tarea que lo ponía nervioso. Y ese día se le había cruzado por la cabeza que la antorcha se iba a apagar cuando él la llevara. Pensó que si no corría habría menos viento y la ceremonia continuaría sin inconvenientes.
No pensaba así Ivan, el coordinador general del evento. La demora que generaba que uno de los portadores fuera caminando no estaba prevista. Todo, hasta los fuegos artificiales, estaban cronometrados al segundo. Con impaciencia siguió dando órdenes por handy hasta que, mientras golpeaba su reloj con el dedo, vio cómo la antorcha era entregada a Emma.
Emma recibió la antorcha y se irguió en una postura desafiante. Tenía plena conciencia de que el mundo la estaba observando. Ella no podía defraudarlos, nunca lo había hecho. Mientras corría observó su primer plano en la pantalla gigante. Sonrió. Sus dientes perfectos resplandecieron. Su piel perfecta hacía juego con el equipo de gimnasia perfecto que había elegido para la ocasión. Pensó en el público que la ovacionaba y saludó con la mano libre. Sintió que todos la amaban.
Pero Ahmed, sentado en la fila treinta y dos de la platea central del estadio, no la amaba. Ni siquiera llegó a verla porque cuando ella tomó la antorcha, la hamburguesa que él estaba comiendo, resbaló sobre su túnica y le dejó una mancha roja dibujada en el pecho. Cuando terminó de gritar su odio, y de desparramar aún mas el ketchup con una servilleta, Ahmed levantó la cabeza pero la antorcha ya estaba en manos de David.
David corrió con paso calmo pero constante. Miró el mango de la antorcha y pensó que hubieras sido mejor si estuviera hecho de madera; pensó que cada vez menos cosas se hacían de madera. Cuando llegó a la escalinata empezó a contar los escalones mientras subía. Se sintió tranquilo. Escuchó la música de la gran orquesta que se aceleraba hacia la culminación. Pensó en tomar clases de violín. Estiró el brazo con el que sostenía la antorcha. La llama hizo contacto con el gran espiral metálico que reposaba en la oscuridad. La imagen del fuego ocupó toda la pantalla del estadio.
El fuego corrió por la estructura absorbiendo gran cantidad de oxígeno a su paso, se sacudió con el viento, desbordó levemente por los costados y entre chispas volvió a su lugar. La orquesta llegó al punto máximo de su capacidad. La multitud del estadio aplaudió con fervor. En sus casas, los telespectadores festejaron. Los juegos olímpicos se declararon abiertos. El fuego no pensó en nada.
jueves, 4 de noviembre de 2010
Destello
Galaxias, vacío y humo. La inmensa quietud en eterno movimiento. A lo lejos un punto, casi nada, un sol perdido. Alrededor esferas, órbitas y un centro caliente. Un globo y otro y otro. Planeta Tierra. Tierra envuelta de atmósfera. Laberintos de aire. Nidos de tormentas bordadas de relámpagos. Atmósfera sentada sobre placas de un rompecabezas. Placas de bordes coronados con dientes de piedra, de picos y valles, de bordes careados de agujeros profundos, hacia abajo, hacia el centro: Magma. Convulsiones, vómitos de roca, nubes de esquirlas. Oscuros jugos derramados. La tierra vestida de rojo. De rojo lento como un gusano. Como una oruga de fuego revolcada sobre la tierra vestida de verde. Tierra cubierta por manadas de árboles, con melenas de hojas. Estoicos árboles clavados al suelo, arrodillados en las veredas de los ríos. Toboganes líquidos acostados sobre las montañas. Cintas marrones, reptantes, frenéticas, mansas. Viajeras hacia lugares distantes, hacia la gran tierra vestida de azul. Litros y litros de salado azul. Azul dominado por los poderes de la luna. Mareas, altas y bajas. Bamboleantes mareas envueltas en corrientes giratorias. Rápidas, cálidas, gélidas. Chorros de azules subterráneos. Brotes de olas en la superficie. Fuentes de espuma sobre las orillas del norte y del sur. Olas de azul sobre la tierra fría, sobre la tierra vestida de blanco. Blanco brillante bajo el aire. Bajo la atmósfera. Bajo la luna. Blanco en los bordes de un globo entre globos. En órbitas al Sol. Un destello blanco entre galaxias, entre el vacío y el humo. Un destello blanco perdido en un cielo repleto de luciérnagas.
lunes, 1 de noviembre de 2010
Vaivén
Se siente sobre rieles, moviéndose en el túnel. Y en él un hombre con turbante que no ve los asientos enfrentados, ni las manos que se agarran. Justo a tiempo todo se detiene. Por las puertas que se abren y se cierran bajan zapatos en punta, suben botas. La voz en el aire canta distintas estaciones. El vaivén vuelve. La mujer gorda de naranja observa la ventana, negra, como el túnel. La cabeza con mil trenzas a un metro de un chino que esta al lado un judío que lo ignora que sonríe con su kipá bien apretada bajo la mirada de unos ojos que resaltan, fluorescentes, desde un fondo marrón casi azulado. Y se ríe. Y los dientes encandilan a una madre que se asoma desde un velo, violeta, resignada. Ve bolsas de supermercado, celulares. Su hijo ve rodillas que se mecen sobre un suelo de goma y levanta la cabeza y me mira y el vaivén entrelaza las miradas en el aire, unifica, mezcla los colores, mezcla el tedio. Y los funde con la ropa, con el sueño, con la piel. Y en un solo un vagón se mezcla el mundo y es el mundo el que se mezcla, en un vaivén, en las profundidades de París.
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