Fueron enemigos desde el primer día. Apenas se conocieron comenzaron las peleas. No parecía haber motivos para que nazca tan repentina enemistad, pero a veces las cosas vienen manejadas desde arriba; el destino dicen algunos, el todo poderoso dicen otros.
Uno era un tendero que en su momento de gloria tuvo una linda tienda de cacharros pero que con el tiempo la perdió; o fueron otros los que se la perdieron, vaya uno a saber. Quizás por eso tenía esa expresión amargada. A veces daba la impresión de querer esbozar una sonrisa pero era una impresión nada más; era serio, hasta un poco triste.
El otro era jockey. Había tenido su propio caballo pero ahora solo le quedaba una camisa a rayas azul y roja y un pañuelo para el cuello. También era chueco, como quien esta muy acostumbrado a cabalgar y se queda en esa posición con las piernas para afuera. Y encima, eso lo hacía todavía más petizo. Comparado con el tendero, que media el doble de alto que él, era casi un enano.
Se podría pensar que la diferencia de tamaño y profesión fue la causa de sus constantes disputas, pero a decir verdad, eso no era motivo suficiente para tanta saña.
Quizás el jockey envidiaba la barba negra y bien pintada del tendero, o quizás el tendero detestaba esa expresión sobradora, típica de los petizos, que siempre tenia la cara del jockey. Igualmente, era difícil justificar que se quisieran matar uno al otro, que lo intentaran tantas veces y con tanta perseverancia.
El tendero, con sus musculosos brazos, solía golpear fuertemente al jockey y este, aunque no podía esquivar los golpes, resistía; parecía hecho de hierro, no muchos hubieran aguantado esas palizas.
El jockey, en venganza, lo pateaba lo mas fuerte que podía, con sus piernas chuecas directo a los tobillos, pero aunque semejantes patadas deberían doler, el tendero no parecía inmutarse.
Muchos meses pasaron en constante lucha por destruirse mutuamente, pero ninguno obtuvo el éxito definitivo.
Un día, sin que se sepa bien porque, quizás por aburrimiento, o quizás porque pensaron que la indiferencia podría hacer mas daño que los golpes, dejaron de pelear y se ignoraron. Lo hicieron de tal forma que cuando una vez el jockey se cayó en la puerta de la escuela, aunque estaba tirado en el piso y los que pasaban lo pateaban y pisaban, el tendero no dijo nada; ni amagó a levantarlo y siguió impasible con su cara amarga. Y el jockey se debió haber resentido tanto que cuando en unas vacaciones, el tendero pasó casi 10 días ahogándose en un vaso de vino, no fue capaz de mover un dedo para ayudarlo o decirle algunas palabras de aliento, nada mas se quedó mirándole la cara deformada por el color del tinto.
Igualmente, el agravio mas significativo fue cuando el jockey, sin querer, apoyó la mano en una pava que silbaba hacía rato de tanto hervir el agua. Ahí el pobre ya no fue tan duro y resistidor. No era de acero como parecía, la mano se le chamuscó y se le derritió, convirtiéndose en un muñón informe. Y el tendero, aún frente a tamaña atrocidad, ni mosqueo. No dio un grito para prevenirlo, ni lo empujó para salvarle la mano; no hizo nada.
Y así estuvieron un tiempo bastante largo. Hasta que un día, quizás porque la justicia divina se fija en todo y no hacer también es un pecado, o porque simplemente tenía que pasar, estaban los dos sentados en el respaldo de un viejo sillón de terciopelo verde, cuando un misterioso movimiento los hizo caer juntos para atrás. Alguien, seguramente el que tendría la misión divina de hacerlos comprender, o no, empujó el sillón dejándolos aplastados contra la pared sin poder moverse. La cabeza del jockey sobre el pecho del tendero, y el muñón a milímetros de la barba. La situación parecía intolerable, desesperante.
Así pasaron algunos años, una eternidad para cualquiera que piense en la incomodidad del contacto con el enemigo, de la cercanía con un muñón informe, o con una barba negra.
Al principio preguntaron por ellos, pero luego fueron olvidados, al parecer había quien los reemplace en esta vida.
Cierto día, debido a algún otro hecho fortuito hubo una nueva sacudida violenta del sillón. Ambos cayeron al piso, finalmente liberados de su tan largo tormento. Se escucharon risas, hubo saltos de alegría y un destello de luz fuerte encegueció a los presentes.
Luego fueron conducidos a un jardín particular, escondido a la vista de los curiosos, donde había muchas flores, hojas y luz del sol. Allí había otros como ellos.
Y en ese jardín oculto, se les clavaron los pies en la tierra, casi hasta los tobillos. Quedaron frente a frente como mirándose. Ya nunca pelearían otra vez, ya nunca se ignorarían, ya nunca serían torturados.
Unos días después, colgada contra una pared, se vería la foto de un hombre y una mujer, con su hijo de aproximadamente catorce años que con una gran sonrisa mostraba unos viejos y maltratados muñecos; al mirarlos con atención, se podía ver que tanto el hombre barbudo como el jockey sonreían. Al parecer, el chico los había perdido mucho tiempo atrás y los había vuelto a encontrar, pero por la edad que tenía era improbable que volviera a jugar con ellos.